Sebastián no tenía ninguna animadversión en particular contra Carmen. No era personal. En realidad Carmen era una buena mujer, le había entregado sus mejores años, había sabido ser paciente con sus manías, con uno que otro affaire suyo en los primeros años de convivencia.
Esa situación empezaba a dolerle y digo, a dolerle literalmente, porque había empezado a experimentar algunos achaques de la vejez, a sufrir pequeños dolores en el cuello, en la espalda, en resumen, a cansarse fácilmente. "Tal vez era la edad", le repetía Carmen, entonces Sebastián le respondía con algún gruñido sordo, “Que solo era el cansancio”.
Ese día martes, Sebastián se percató del dolor en su rodilla, aquella cojera ya le estaba causando más de un inconveniente al cargar los libros desde el taller de arte a la mesa de redacción. Ese dolor era lancinante y constante, algo que podía ser soportado por lo leve de su intensidad pero no por lo persistente de su naturaleza.
Lo comparó sin querer al cariño por su mujer: No era muy apasionado, nunca lo fue. No era precisamente un amor desenfrenado y sin embargo, ese cariño que siempre le prodigaba ella en cada uno de sus actos, hacía que él se volviera vano en relación a ella, que se volviera sumiso y dependiente... que se rindiera a sus pies.
Se odiaba a si mismo por ceder siempre ante el destino. Ésta vez ya no lo haría. Dejaría de ceder; ese dolor no lo vencería. Se decidió por sacar cita en el hospital, no iba a ser algo fácil y probablemente tuviera que madrugar, pero valía la pena descubrir la razón de su dolor.
Era un mañana fría y húmeda cuando tomó la calle Naranjos en espera del tren. Llegó temprano, pero no tanto. Ya en admisión había una cola larga que daba la vuelta y rodeaba las afueras del Hospital, se acomodó al último, resistiendo las miradas de burla contenida ante el dormilón de turno. Varias de las personas que ocupaban los primeros sitios tenían ojeras y vestían como si hubieran cruzado el Everest; probablemente su único regocijo era ser los primeros en una cola que ya llegaba a los ciento y tantos y observar la cara de sorpresa y desengaño en los recién llegados, como Sebastián.
- ¿Se le pegaron las sábanas?- Fue el saludo de una vieja pequeña que iba delante de él.
Sebastián trato de sonreír sin éxito.
- Descuida, guapo, que con este frío a cualquiera le da por quedarse en casa.
Observó a la mujer diminuta con apariencia de momia, de mirada alegre y exceso de maquillaje en el rostro; preguntándose que tipo de enfermedad la traía a ella a ese lugar aborrecible. La momia pareció leerle la pregunta en la cara.
- Vengo por mis piernas- le dijo- la diabetes me las esta matando.
- …Yo vengo por mi rodilla, me ha empezado a doler- trato de armar él.
- A lo mejor es el acido úrico- se apresuró a decir un tío que estaba mas adelante. La gota a esta edad nos afecta a todos.
¿“Nos”? Dijo, ¿“nos”? ese viejo podía ser fácilmente su padre o su maestro en la primaria y hablaba de “nos” con el desparpajo de creerse un adolescente.
Tal vez sean las varices- apuntó otro. Sebastián estaba realmente molesto. Todos allí parecían jubilados y todos a esa hora de la madrugada tenían muchos deseos de hablar. De hablar de lo que sea pero de hablar. Luego de 20 minutos en la cola que no avanzaba, Sebastián se dio cuenta que el también quería hablar, pero no sabía precisamente de qué, quería desenvolverse y no podía, se sentía algo tonto, así que decidió probar por la política…menuda tarea, la siguiente media hora tuvo que pelear con las opiniones de más viejos que solo repetían tener mas experiencia que él y de inmediato se lanzaban a hablar del gobierno, a recordar presidentes, a rememorar guerrillas. Sebastián era un hombre casi ermitaño e ignoraba aun, que temas como la política y la religión están prohibidos en todo tipo de cola, como una forma tácita de mantener la sanidad mental y la armonía en el grupo.
¡Uds. los jóvenes deberían reaccionar pronto! - Dijo alguien con el puño en alto.
Se rió para si mismo ante esa exclamación. En efecto era el mas joven de la cola, pero hacía tiempo que ya no lo era, o al menos que no se sentía como tal. Hacía tiempo que solo se sentía un viejo sin energías, resignándose a perder ante la batalla del tiempo porque no tenia el dinero ni el tiempo suficiente como para entregarse a procesos de rejuvenecimiento ni por fuera ni por dentro.
Se sentó en una plaza que ignoraba que conocía y vio las palomas gorjeando alrededor. Comenzó a beberse su propio café, pensando que podía costarle 3 veces menos si lo hubiera tomado en casa, cuando ocurrió. Justo en ese momento ocurrió lo que le cambiaria la vida de pronto y para siempre. Él la vio. Y ella se dejó ver.
¿Quien sabe que extrañas sustancias, aceleran el corazón o turban la mente? ¿Quien sabe que tiene una mujer para lograr que esa capa de sal protectora, se resquebraje de pronto y haga brotar un ser humano donde antes no lo había? ¿Que tenía esa mañana de especial, para que él, en riesgo de perder su trabajo haya estado allí, en el preciso instante, en que ella lo vio y él pensó que había sido visto? ¿Por que volteó a mirar justo allí? …Eran demasiadas preguntas y ella ya no estaba, en solo un minuto había desaparecido entre la gente como un espíritu y lo había dejado de esa forma, estremecido y con mil preguntas en la cabeza.