Su voz es del color del sol, se ha acercado con paso seguro sin prisa a la mesa donde sorbo un te del que apenas detecto que es de frutos rojos. Todo el color del mundo se lo ha llevado ella al verla. Su mano juega al filo de la mesa con dedos finos de uñas cortadas y sin pintar. Y no puedo dejar de mirar que ninguno de esos dedos maravillosos de pianista lleva un anillo, ni dueño a quien responder cosa alguna. Mi te se enfría antes que pueda invitarla a sentarse y ella pone suave un libro sobre la mesa que se adormece lentamente bajo los colores del atardecer. Su vestido es de flores pequeñas y azules. Azules son también a lo lejos, los colores del mar, del cielo, de algo que se agita brillante en mi pecho, sin poder definir si es duro cómo el cobalto o una gran tormenta azul que ha venido a llevárselo todo, mientras ella sonríe con dientes perfectos sobre algo que ni siquiera advierto haber dicho. Se pierden las palabras, el rito de saber qué decir y a dónde ir, se levanta en el aire la tapa del pequeño libro que ella trajo, de las servilletas en donde yo he garabateado rostros y siluetas esperando su llegada o su desaire. Cualquiera de ambos. Llevo tanto tiempo acostumbrado a perderme solo en atajos como en caminos largos y ambos siempre conducen siempre al mismo lago de oscuro dolor. Pero ha venido ella hoy, con sus dedos largos que componen todo, que tejen filigrana en el aire con las palabras mientras habla y se alejan de su centro como alas que pretendieran ya volar. Yo la escucho, pero no sé lo que dice, ninguna palabra la recuerdo conocida, ni su boca, ni sus ojos. Ni la suavidad de sus cabellos que adivino como nubes de algodón perdiéndose en mis manos. Solo la veo y pienso que su voz lleva el color del sol y trae como suave promesa de verano la tibieza de regreso a mi piel.
¿Quién sabe quién es ella? Que guarda en ese corazón del tamaño de una dura almendra o grande como la extensa playa en que posaría ya mismo mi cuerpo cansado y aterido por el frío de mil inviernos. Miro sus ojos e intento adivinar en la distancia entre sus pupilas si planea en un movimiento de sus brazos mezcla del color de la canela y el azafrán, atraparme luego para siempre. Si podré resistirme a ellos aunque lo intente, si nadaré en contra o me llevará con ella hasta el fondo submarino de donde debe haber surgido. Caminamos entonces juntos, sin rozarnos apenas, mirándonos de perfil y arrastrando los pies como si acabáramos de haber aprendido a hacerlo o así lo siento yo. Ella se mueve en otra dimensión y comprendo que habita en otro mundo, en un lecho de águilas, en un lugar a donde nadie va si no es llevado en su boca. Yo deseo ser su alimento. Su abrigo y desnudarme con ella hasta que me quite para siempre el frío. No le digo nada de eso, cojo su libro en mi mano y siento que es lo único que me dará. Ella guarda silencio y sus silencios son largos y obstinados, cae la noche sin darme cuenta apenas que ella se marchará y me quedaré a solas con su recuerdo para siempre, sin atreverme a tocar mas allá que esa estela invisible que ha dejado entre ambos. Sin atreverme a romper el hechizo del que prefiero verme envuelto antes de hacer algo que revele mi tonta humanidad.
¿Quién sabe quién realmente es ella? Tiembla de frío en el vestido ligero que ondea iluminado de flores azules en la noche clara. Me mira y la miro. Se irá sin decirme su nombre verdadero, ni de dónde ha surgido. Es un hada transparente ya, su testimonio desaparece en la noche azulada, como guiones y puntos. Su nombre es como un pedido de auxilio, una llamada de socorro mas no he sabido retenerla, ni he adivinado si volveré a verla.
Su voz era del color del sol. Su presencia una gran luz cegadora. A veces cierro los ojos y puedo volver a verla.