El terreno es fangoso aún. Hemos pasado la mañana queriendo salir de aquí pero es difícil sin un mapa que nos guíe. Vamos lento, veo su espalda moverse delante mío sin volver una sola vez la cabeza, sus cabellos van ocultos dentro de la camisa gris y sus manos cortan la maleza con un machete que al inicio me provocó un respingo. Estábamos solos en esa cabaña cuando dijo que era momento de partir, me preguntó si estaba lista. No lo estaba. Quizá lo estuviera por fuera, pero por dentro solo era un trapo mojado, escurriéndose de miedo. En esa soledad de monte solo estábamos él y yo. Me quedaba confiar en él, eso podía hacerlo, pero ya no confiaba en mis piernas.
Salimos al amanecer, cuando desde los árboles grita toda esa naturaleza viva que se oculta a los ojos y el olor a naturaleza es embriagante por su vitalidad y fuerza. El se cala el sombrero de tela casi hasta los ojos y yo lo imito, aunque no sé porqué. Temo que algo salte de la copa de los arboles y se enrede entre mis cabellos, que no salga nunca más. Quisiera cubrirme entera, mas de lo que ya estoy, pero la capa de sudor fino comienza cubrir toda mi piel y la parte posterior de mis orejas.
-¿Estás lista? Repite y su voz es firme como siempre debe haber sido, sin inflexiones dulces ni de duda. Su mirada está fija en mi y hace que me levante del tronco donde apoyo la mochila.
-Estoy lista- replico.
Las botas de hule comienzan a hundirse entonces entre la hierba crecida y luego poco a poco en trechos fangosos que la lluvia de la noche ha dejado. Nos adentramos en la oscuridad, en medio del abrazo apretado de la selva, seguidos de cerca por el canto de monos y pájaros que se espantan a nuestro andar. Sus pasos son firmes y los míos intentan serlo, nos vamos alejando, el se detiene un poco, me parece agotarlo que tenga que voltear cada tanto para ver si sigo detrás suyo. ¿Es mi sensación o sólo le estorbo? Aparto esas ideas con una mano igual que a la nube de mosquitos de cuando nos acercamos a los claros de luz. Tengo miedo, miedo de no ser suficiente, de no llegar al fin del camino sin llorar. Desde que he llegado con él quiero llorar todo el tiempo, siento una desolación de fin del mundo. Quisiera contarle por qué es que he venido aquí, por qué a pesar de mis miedos, he tomado un avión, la carretera, lo he acompañado en ese camino tumultuoso a través de tierra colorada en donde se encallan incluso las 4 x4 y luego he cruzado un río grande de agua fría y otro mas pequeño con agua caliente y lo he seguido por el monte cruzando ese chorro de agua hirviente en donde temía resbalar, caminando media hora que me pareció un siglo en medio de barro y maleza para estar con él y saber que es esto. Qué demonios era esto.
El sonido de su machete abriendo camino no se detiene. Estamos en selva tupida y me pregunto en qué momento me caerá algo sobre el hombro o me caminará algo por la espalda. Llevo la blusa empapada de sudor y trato de mantener la sonrisa por si el volteara a mirarme, fingir que estoy a gusto. El vapor del agua se filtra entre nosotros haciendo nubes que me devuelven a ideas ficticias de que estamos huyendo juntos a un lugar que no existe. El se va alejando y yo detrás de el ya no intento seguirle el paso tan enérgicamente, estoy pensando en mis cosas. En la naturaleza de los por qué y de mis sentimientos que se aferran a él, como del niño que no quiere decepcionar al padre aunque se muera de miedo por intentar seguirle el paso. El se da la vuelta, no es muy alto, pero en medio de esa selva es inmenso y dueño de todo, mi único guía, los ojos y los cabellos del color de las castañas al fuego. Una mirada que jamás pestañea, una boca de labios delgados que jamás suelta una palabra innecesaria en medio del camino.
-¿Estás cansada ya?
- No, le digo, bebiendo un sorbo de la botella que saco de la mochila.
-La selva es dura, no es para cualquiera.
-Lo sé, admito. Y en medio de los altos arboles un tropel de loros gritan asintiendo mi respuesta.
No sé que me ha hecho venir hasta aquí por el. Si mi necesidad de un abrazo que me reconforte por lo que acabo de perder en Lima o la necesidad agobiante de solo poder volver a ver sus ojos mirandome, aunque ahora en medio de esa gran masa de arboles y río caudaloso, ya no esté tan segura de nada. Nuestra ropa está manchada de lodo y nuestros rostros sudados, bajo la ropa de tela delgada me duelen las mil picadas de zancudos en las piernas. No sé que hago aquí, pude detener este viaje en cualquier parte del camino. Incluso haberme quedado en la orilla del primer río cuando vi lo frágil de la embarcación, pero no lo hice. Me ha llevado muy lejos la curiosidad y el reto de que no quería parecer débil ante él, quería demostrarle que soy mas de lo que ve y mas de lo que yo veo en mi misma, pero ahora lo dudo un poco. Hemos pasado noches a solas sin decirnos una palabra a pesar de hacer el amor y lo he visto al atardecer tendido en la hamaca esnifar rapeé con la mirada muy lejana cuando atardecía en el nacimiento del río sin deseos de empezar a oír mi historia, la que he venido a contarle y entonces me he sentido sola, lejana, mas que en ninguna otra parte. He venido por un abrazo pero aquí no hay nadie.
-Deja de pensar, dice, la selva no espera y entonces echa a andar de nuevo monte adentro y yo voy detrás de él pensando que me ha leído las ideas, que estoy desnuda frente a él pero que él ya no busca mirarme. Me acomodo la mochila y abotono bien mi camisa hasta el cuello, calando de nuevo el sombrero sobre los ojos miedosos y hundo mis pies casi hasta la rodilla por ir tras de él, pero no hay camino por el cual volver. No sé volver sola. Me agobia pensar que sabe lo débil que soy cuando tenemos que cruzar equilibrando sobre un tronco resbaloso o bajar por el lodo de un nivel a otro y mis manos se aferran a las lianas con miedo a lanzarme al vacío, caer y romperme un hueso. El espera abajo sin darme palabras de aliento ni hacerme el camino fácil. Es un observador de mis tormentos que espera a que los supere sin su ayuda.
Me avergüenza pensar que por mucho que lo oculte el ya sepa que no sirvo para seguirle el paso, que mi cara no es de alegría sino de espanto cuando llega la noche y adivino que las tarántulas se acercan al porche de la pequeña cabaña a dormir tranquilas en el fondo de las botas. Quizá también perciba que duermo hecha un nudo bajo el mosquitero roto, en ese calor asfixiante donde solo se escucha el rumor del rio cercano y los mil insectos que habitan la noche, pero después del amor rápido y violento jamás se acerca a tocarme. Dormimos apartados y solos y el mundo se siente inmenso y de un vacío doloroso al que no sé darle nombre. A veces una tormenta brutal sacude la selva y un relámpago parte la oscuridad iluminando todo, yo tiemblo, sollozo, estiro la mano en la cama que es una parrilla ardiente y busco su espalda para aferrarme a él como quien busca un tronco en medio de un naufragio, pero en medio del sueño el solo se aparta e ignora que existo. Entonces el viento fresco de la tormenta, trae ráfagas de lluvia sobre el mosquitero, se mezclan un poquito con lágrimas que intento ocultar mientras pienso. ¿Qué fue lo que me hizo venir hasta aquí?
-Ya falta poco para llegar a la Lupuna, dice, y da mas machetazos en medio de la vegetación crecida, yo me arrastro tras él con fingido entusiasmo. Te sigo, le digo.
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