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martes, agosto 27, 2024

Día de limpieza

La habitación seguía teniendo el olor pesado y mohoso de los primeros tiempos. Una fetidez húmeda que por mas que se abocara con escobas y cubos de limpieza jamás podía erradicar del todo. Estaba en sus ropas, en sus zapatos y en sus sábanas. Quizá la notaran cuando venían de afuera, notaran ese olor dulzón de soledad que despedían su cuerpo y sus ropas cuando se acercaba a saludar y decir su nombre. 

Ahora con el trapo de limpieza en mano , la pañoleta de colores en el cabello desordenado y los guantes de hule amarillo, se ponía a la labor de limpiar las grasosas huellas dactilares que habían quedado en ese espejo grande. Cuantas imágenes suyas había tragado en silencio ese espejo. Le resultaba insolente tenerlo aun allí como mudo testigo de las conquistas amorosas y de las conversaciones incómodas que se hubieran dado en ese pequeño espacio.


Me amas?- había preguntado el muchacho al terminar la batalla amorosa y ella en toda su torpe honestidad le había respondido mirando al techo que “ Podría llegar a amarlo” Lo siguiente había sido un silencio incómodo en medio de sábanas rasposas que olían a detergente barato.  El le había dado la espalda que le recordó el espinazo de un perro abandonado y  ella se durmió sin culpas. Ya habían pasado muchos años de ese episodio pero seguía haciéndole gracia. En su cabeza acababa de decirle un halago, la promesa de un futuro brillante, apenas se conocían pero el tenía el potencial para ser amado por ella. ¿Qué mas podía desear, si era apena su segunda noche juntos? Tardaron dos citas mas en romper del todo. Recordaba sus manos golpeando el timón del auto cuando ella dudó en hacia donde ir.  Su voz de rabia contenida. Su escasa paciencia.

A menudo se preguntaba que instaba a los hombres adultos a hacer esas preguntas de niños en medio del amor. Que los instaba a hacer berrinches violentos cuando querían terminar algo.


Ella había amado, profundamente en sus primeros años. Le habían roto el corazón en trocitos que no podía ni siquiera recolectar con las manos. Sabía un poco de que se trataba el amor, las largas distancias, los intrincados sacrificios, el día a día difícil y las promesas rotas. La enfermedad y el azar poniendo a prueba los mas apasionados juramentos de estar juntos para siempre. El miedo por si mismo. El miedo que paraliza y hace que alejes a todos de tu lado incluso al ser amado. En el amor estaban los días soleados de los primeros encuentros pero también las tres estaciones enteras de nubes y lluvia que llevaban el que dos personas se conocieran y finalmente se aceptaran. ¿Qué sabía de todo eso aquel imberbe muchacho? Tan ingenuo al inicio, tan irascible luego. Recordaba esos hechos ahora como si fueran vividos por otra persona, fregaba con insistencia los pisos, revisaba las repisas y los bordes de las ventanas, su insistencia en lo impecable, rayaba una vez a la semana en lo obsesivo. Limpiaba la casa y en cada pequeño rincón hallaba el recuerdo de alguien, una frase salpicada de amarga ironía. Amores que no habían acabado bien. Épocas enteras sin asomo de amor, ni siquiera de amor propio.

Si las paredes pudieran hablar y gemir sus penas con ella.

Sus labios se habían sellado para decir un breve te amo, se lo habían dicho en otros idiomas y pensó entonces que carecía de valor. No en todos los idiomas el amor vale lo que para ella valía. A veces solo lo decían en lugar de decir te quiero, o me gustas, o por poner en relieve una emoción fuerte en medio del sexo. El amor tal como ella podría admitírtelo saliendo de su boca cumplía otro tipo de expectativas, esa frase solo era fruto del conocimiento profundo de la persona que deseaba. Ella ya había madurado, o eso se decía. 


Por eso le resultó extraño que con con solo un par de citas, solo unas semanas de conversaciones y risas el le preguntara abiertamente si en algún momento de aquel verano ella lo había llegado a amar y ella sin dudas, sin ningún miedo, le hubiera contestado que si. Que lo amó y que lo amaba. 

Al terminar de decir la frase sabía que se estaba disparando a los pies, que esas cosas no se dicen, que ya somos adultos, para decir niñadas, pero no podía perder nada. Dignidad dicen que se pierde, ella no lo sintió así, si esa frase le quemaba en el pecho desde la primera vez que hablaron, lo había constatado la en el primer beso y habría jurado que era verdad las pocas veces que hicieron el amor. Allí estaban esas huellas en el espejo, las sábanas manchadas, los cuadros movidos de lugar. Esa casa entera se había llenado de el apenas había rozado su vida, tal como su cuerpo y cada uno de sus poros. Ya no tenía quince ni veinte, pero estaba actuando con la misma ingenuidad de aquel chico que buscaba te amos en medio de una relación fugaz de verano.


Habría que limpiar ahora toda la casa, hervir la ropa de dormir como si allí hubiera pernoctado un enfermo, alguien que te puede contagiar con su sola presencia toda esa locura de sentimientos y obsesiones. Habría que limpiar a fondo las ventanas para volver a ver el mundo de afuera y fijarse si era de noche o de día o si ya cambiaron las estaciones en el mundo después de su partida. Y habría que cambiar todas las flores marchitas, los cacharros sin lavar, las miles de tazas de tés calmantes que tomó  para calmar los nervios cuando supo que el no había sentido lo mismo. Que como los adultos dicen, los viejos dicen, había sido solo una equivocación. Ella quizá había sido solo un error de cálculo.


Se abocó a limpiar, a limpiar a fondo, dándose cuenta que jamás terminaría. Y vio la cama y pensó en prenderla como pira de sacrificio y en aquel sillón que le gustaba tanto y que ya tendría manchas de el y de ella, un sillón que nadie aceptaría ni de regalo, porque probablemente estaría hechizado, como lo estuvo ella. Por unas breves semanas, en que decir Te amo, pareció la cosa mas cierta y natural del mundo. 


Los amigos

  Ya casi es primavera y sin embargo el frío y la humedad de Lima hacen temblar las rodillas cuando bajo del taxi con el vestido corto. Hace...