-Y usted qué hace con tantos sombreros?
-Viajar. Viajo mucho
La pregunta la había sorprendido de repente cuando tomaba el café de pie rumbo a la tintorería. La gente en aquel viejo barrio, aun sin conocerse seguía manteniendo las costumbres de antaño, esa curiosidad preguntona que no tenía vergüenza. Ella había llegado al barrio hacía treinta, con su primer esposo. Bueno, el único. El único con quien había firmado un papel para casarse y para comprar aquel viejo departamento del que habían prometido mudarse apenas terminara la recesión y que finalmente habían terminado comprando, encariñados por la vista de la puesta de sol y la rutina.
Ellos dos habían sido al inicio tan parecidos, pensó con alguna nostalgia.
Llevaba los cinco sombreros en la mano sin haberse hecho de una bolsa, los llevaba mostrando sus vivos colores contrastando contra la mañana brumosa. Se imaginó a si misma como una vendedora de sombreros de una de esas calles del caribe que había recorrido sola, luego que el se marchara. La vida había sido dura y blanda desde su partida. Cuentas por pagar, papeles que no entendía, reparaciones continuas al auto del que también terminó deshaciéndose, como de todos sus discos y papeles. De los tiempos del duelo recordaba la dificultad de sobrevivir el día a día y la dificultad de respirar las primeras mañanas sin el. La primera bocanada de aire que daba sola. Que dolorosa. Qué difícil todo. Sin hijos que los unieran, sin mascotas. Sin un plan económico que la sostuviera por si esas eventualidades como la invalidez o la muerte tocaran de pronto a nuestros sueños de amor mas plácidos. Luego la vida se acomodaría lentamente, como se termina acomodando todo, comer menos, caminar mas. Dos trabajos. Menos ropa en el armario, menos tiempo para pensar. Dejar los periódicos. Habituarse a leer en serio. Muchos libros de texto, al inicio de esos que les recomiendan a los niños y después todo tipo de libros. Empezaba una larga vida para si misma y ni siquiera lo intuía. Dejó el vasito de café express en el cesto de basura que correspondía y reemprendió su camino.
Al inicio le había costado mucho caminar sola, salir sola, llegar a un restaurante y pedir la carta sola. Los que luego la habían llamado como dama muy independiente ni siquiera intuían cuanto le había costado volver a ser un ser humano después que él se marchara. Estiraba los dedos, tocaba las paredes y las hojas de los jardines, deseaba rozar su mano cuando tenía miedo. Aunque sea su mano. Ya no estaba, ya nunca mas estaría.
No había encontrado otra forma de encontrarse a si misma de nuevo que no fuera en los libros. Cuando comenzaron su vida juntos, él había llevado muchos a ese pequeño departamento grisáceo. Los traía en una caja de cartón y se enorgullecía que a pesar de sus carencias siempre hubiera podido ingeniárselas para tener solo libros originales, con hermoso lomo plateado. Ella no había entendido su pasión por los libros ni por los autos en ese momento. Probablemente porque su pasión era suya y la mantenía al margen de esos títulos raros, que intuía demasiado complicados para ella, pero en cambio le gustaban sus historias narradas en voz alta, las historias de niñez, en las que había un lado humano que el no parecía querer mostrarle al mundo. En ese momento lo sentía cercano y suyo. Justo antes de dormir, en el umbral en el que se volvía niño y hombre. Cuan desconocidos eran ambos a sus veinte años, pero ella creía a esa edad temprana que podrían llegar a conocerse, que el conocería todo de ella. Que ambos podrían vencerlo todo.
Cuando empezó a leer lo hizo primero por el insomnio, no tenía a quien llamar. Y las conversaciones con la gente la abrumaban un poco. No había tenido hijos y las frases de lástima o conmiseración por parte de otras mujeres la hacían sentir contrariada, como si al perderlo a el y quedarse sin descendencia su existencia no tuviera ningún sentido práctico en esta vida. Al inicio la habían invitado a cenas o reuniones de gente del trabajo, pero al ser la viuda nueva, las miradas de los hombres habían cambiado y el recelo de las mujeres igual. Seguía siendo atractiva, ella no lo veía pero quizá los otros si. Descolgó los espejos. Los libros eran un lugar seguro. Ahí nadie te juzgaba, podías sentir la emoción del otro tal como la sentía el protagonista. No necesitabas hurgar minuciosamente para que se abriera a ti. Las emociones de los personajes, sus dudas y sus sueños o derrotas estaban al alcance de la mano.
Se había entusiasmado con las novelas de aventura mas que con las novelas de amor, le gustaban esas historias en donde el personaje rompe con sus propios vínculos seguros para salir a la búsqueda de lo desconocido. Selvas virgenes, playas o naufragios. A veces el hallazgo de un remoto tesoro. No soportaba las novelas románticas, a su edad el amor ya había tenido muchas caras y sabía que era mucho lo que ofrecía pero poco lo que retribuía. Ella había amado vehemente y fielmente, pero la vida le había arrebatado al hombre que debía cuidarla hasta el fin de los días. Se sentía estafada, esos primeros veinte años de su vida podían fácilmente titularse de : Dedicación al otro. Pero no se puede confiar en las personas. Ahora que se había quedado sola los libros la acompañarían el resto de la vida o eso pensaba. Pero no fue así.
Los libros serían solo una guía, pronto se daría el primer viaje y luego el siguiente y luego dejar de pedir sin vergüenza el café o el agua en algún chiringuito de país desconocido. Cuánto había ahorrado para poder viajar así. Cuántas personas extrañas cuyo numero no guardaba ya, había conocido desde entonces. Si el la viera ahora quizá no la reconocería ni la volvería a elegir, los hombres que habían intentado amarla desde entonces habían sido unos cuantos pero nadie valía la pena entregar otros veinte años de su vida, de la forma que lo había hecho con él. Temiendo, cuidándole los sueños a veces como amiga y otros como la madre que no buscaba. ¿Acaso ella no lo había convertido a él en el hijo que intuía que el buscaba incansable en su vientre? Le había dado de comer de su seno y soplado la frente mientras dormía, acariciado su cabello y pronunciado dulces palabras a su oido como un sortilegio para tenerlo siempre consigo. No había mas hombre en este mundo que él, no necesitaba hijos ni descendencia alguna si lo tenía a él en su lecho o esperando de pie en la cocina. Incluso si no hablaban. Incluso ante esos berrinches e inconsistencias que tenemos los seres humanos. Ella lo había querido sostener en medio de su rabia. Dar más paciencia de la que creía poseer, ser mejor por el. Para eso no habían firmado ese papelito? ¿Para ser mas gentil con el corazón del otro que con el propio? Ella había terminado de crecer emocionalmente con él, pero todo ese amor no había sido recíproco.
Al poco de enviudar se había aparecido la otra familia, la familia que el forjó mientras a ella le perdonaba en silencio no poder darle hijos. Esa familia donde tenía el resto de los libros de lomo plateado, los que probablemente si leía y comentaba a la hora de la cena. Nada de eso le sorprendió, porque en el fondo solo nos enteramos de lo que ya sabemos y la verdad es que el jamás había demostrado lo mismo que ella. Quizás a los veinte cuando habían firmado ese papelito, pero después ya no. Se fue extinguiendo. El dejó de preguntarle sus gustos y sueños y ella dejó de mostrarle cuáles eran sus heridas. En calma, todo en calma se había dejado morir el amor, para darle paso a esa rutina espesa, de menos palabras para evitar disgustos. Enviudar ya solo había sido un mero trámite físico. La cama para ella sola, el departamento chico el único bien material que le quedaba, para ella sola también. Que caso tenía mudarse de barrio. Había una hermosa vista al ocaso aun. El lo había elegido por los parques, para pasear a chicos y perros imaginarios que jamás llegaron a tener. Ahora se paseaba ella, sola, por allí sin cadena. Y paseaba también otros parques, de otras ciudades, a pata limpia o en bicicleta. Cincuenta y cinco años, parecía nada, pero era todo una vida. Toda una vida sin el. Toda una vida que venía adelante para ella sola.
Uno de los sombreros de colores se le voló de la mano.
Señora, tome. Un pequeño niño de los tantos de ese barrio sin nombre le acercó el sombrero volado. Ella le agradeció poniéndoselo en la cabeza y haciendo luego una caricia en sus rulos.
-Que lindos- Pasó alguien comentando. ¿Son familia ?
Se sonrieron mutuamente, el niño se retiró avergonzado. Ella solo siguió su camino. Cuantos recuerdos buenos, pensó sin dolor. Cuánta vida.