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viernes, marzo 23, 2018

Irina

Casi al final del amor, Irina se mira en el espejo del ropero y no puede evitar decir lo que ha pensado toda la tarde:

-Ven mejor en las mañanas, cuando no tengo panza y me siento bonita.
  • De qué panza hablas, mujer? Ni siquiera la he visto.

  Es mentira, pero Luciano lo dice con cierta dulzura. Le gusta bajar la cabeza hasta sus muslos y  arrastrar la cara sobre su vientre sintiendo el rumor de sus tripas. Eso le conforta, hay una sensación de realidad que le da piso después de haber estado todo el día mareado pensando en ella.

Irina hace un mohín incrédulo, se tuerce en la cama como un gato y se acurruca  frente a el junto a su pecho.

-A dónde viajarás hoy?

El le dice su itinerario de la semana con voz calmada, mientras pasa su dedo índice por esa cara ovalada y el perfil lleno de pecas. No hay nadie mas en quien pensar que en ella mientras está de viaje.  Abre y cierra los ojos  adormitado frente a la ventanilla del tren y piensa en ella a gusto, sin que nadie lo moleste. Sin que vengan los hijos a pedirle que participe en sus juegos o la mujer a reclamarle dinero o cualquier cosa ordinaria y absurda. No están los jefes ni los demás empleados para interrumpir su ensueño, solo está la imagen de Irina apareciendo detrás de las lunas del tren mientras avanza de lugar en lugar, viendo como los cables de luz hacen panzas al caer entre los postes. Puede imaginársela como quiera, a veces feliz y otras triste. Existe Irina fuera de sus pensamientos realmente? Fuera de esa cama destendida? A menudo se la imagina flotando como en un sueño al que no puede regresar cuando desea.

Es una agonía, en cambio, para Irina cada vez que él se va. Suele preguntarse si de verdad volverá a ella o si esta vez será la del último encuentro. Entonces trata de tocar su cuerpo  magro lo mas que puede, uniendo con un pálido dedo las cicatrices que poco a poco ha ido descubriendo en su piel, territorio agreste propiedad de otras manos y otra boca. Cicatrices de todas las épocas antes de ella. La del mentón estrellada y hundida y la del empeine en forma de pluma, las pequeñas en los brazos y piernas, la brutal en el abdomen, con sus bordes elevados como el perfil de un cráter que ha tratado de engullir un fuego. Cada sesión suele preguntar sobre el origen de alguna y siempre hay una historia interesante detrás de aquella,  que el recita con voz ronca y profunda desde el decúbito. Ambos miran al techo entonces y esa voz que es mas calmada que la que usa a diario mientras trabaja o dirige a la familia, esa voz de relator de historias, que es solo propiedad de ella, de cuando dormitan en el lecho, cuenta historias de cuando era el niño que se caía de la bicicleta al ser perseguido por sus compañeros, hasta cuando era el joven Luciano peleando por sus primeras decepciones amorosas y luego,  las historias del hombre hecho a porrazos, ese mismo hombre que ahora ella tenía entre las piernas ajustado en un abrazo íntimo y suave, como si todo lo valioso y etéreo de este mundo solo cobrara territorio real en esos dos palmos entre su abdomen y su pelvis.

-Me escribirás esta vez? Susurra ella debajo de su rostro, su perfume asciende entre su barba como una brisa
-Sabes que siempre lo hago- le dice pegando sus labios a la frente fruncida de ella, intentando que confíe.
-Si, si, ya sé, me escribes cartas mentales todo el tiempo. Me pregunto donde las guardas?- dice ella con impaciencia, intentando apartarse de su abrazo de oso.
-Aquí, donde más? Donde tu habitas- y luego se señala el velludo pecho que ella acaba de arañar hace unos minutos.

Irina se recuesta ahí por un rato. Tras la ventana hay una nevada intensa que hace que el hogar se sienta mas confortable de lo que en realidad es. Una habitación pequeña y lúgubre con el abrigo de Irina colgado en la pared y una foto a blanco y negro de un hombre domando un potro. Las luces afuera son de un ámbar mortecino de fin del mundo. Amaría que fuera así siempre, que cada tormenta lo obligara a quedarse con ella. Que las comunicaciones estén bloqueadas, que no deba irse nunca y la vea despertar en la mañana y enterarse así como despierta. Como es que inicia su rutina diaria sin él, pensando en él.  La noche es larga aún pero a cada instante parece que se acabara, de lo perfecta que transcurre. Luciano abrazado a ella, besándole la frente hasta que se duerma, sus piernas sobre las suyas. El latido acompasado de su pecho bajo su oído. La panza  de Irina truena de hambre entonces, es la realidad que aparece entre ellos. Eso que a el le da noción de tener piso y a ella la devuelve a la angustia.


miércoles, octubre 26, 2011

"La Pequeña"

Ella se acodó en el alfeizar de la ventana a esperar su regreso. Los cabellos sueltos y desordenados, la camisa amplia que se transparentaba contra sus pechos con la fresca brisa de la tarde, su boca mojada de sabor a mango y aquella mirada dubitativa que siempre hacia pensar que no estaba en ninguna parte que no fuera en torno a sus recuerdos.


Dos pisos más abajo la ciudad aun no había despertado del letargo de la tarde. Contra los balcones de madera aun se zarandeaban las banderas con los tres colores de la independencia. Las casas de paredes de cal, formaban una hilera continua que bordeaba un camino de tierra roja apisotonada por cientos de huellas descalzas rumbo a los campos de café. ¿Qué huella sería la de él? - se preguntó con un mohín de nostalgia. Su rostro de líneas suaves se acunó entre las manos que antes habían tocado sus viejas manos. Esas rudas y tostadas manos que acariciaban su pelo al terminar la tarde.

Así lo recordaba ella tremendamente viejo y cansado, su rostro se perdía ahora entre miles de rostros parecidos en su memoria. Rostros quemados por el calor del campo o surcados por arrugas prematuras. En cambio podía recordar perfectamente la textura de sus manos o el olor a tabaco en su camisa gastada. Las miles de líneas coloridas en sus palmas terrosas cuando las abría enormes sobre el regazo de ella.

“Por aquí ha caminado un gusano”, solía empezar haciéndola seguir con su dedo pequeño la larga línea que dividía en dos su palma callosa, “ pero al llegar aquí se ha convertido en bella mariposa…” Su índice señalaba entonces sus pechos incipientes y su yema tocaba sutilmente la ropa infantil que se le había tornado de pronto demasiado pequeña para tapar su cuerpo en desarrollo. Ella entonces sonrojaba su rostro de azucena y sonreía tímidamente dejando que el fumara el resto del tabaco con falsa indiferencia.

Podía sentir el calor en sus muslos, cuando se encaramaba en ellos, pidiéndole otro cuento sobre aparecidos. Y en la mecedora de mimbre él se intentaba incorporar para alejarla de su cuerpo, brevemente…inútilmente. Ella ponía entonces la espalda derecha y en un gesto que rayaba en lo engreído se acomodaba el cabello en una larga cola, que perfumaba brevemente el rostro cansino de él, con aroma de lavanda y manzanilla.

Cuénteme otro cuento, parcero- insistía ella mirándolo de reojo, con ensayada mueca infantil. Y el comenzaba a mecer su cuerpo de doncella, inventado uno que otro cuento de final extravagante, sin animarse a echarla fuera del calor de su regazo. Muy cercana su voz a su oído, su barba sin afeitar rozando por momentos su mejilla suave. Una voz grave brotaba desde el entonces, poblando el ambiente tropical de demonios, de brujas y duendes y esa voz de altibajos o susurros, aun ahora parecía al evocarla, acunarla en las noches de insomnio.

Su voz y su olor parecían ser los únicos recuerdos, sus manos firmes aferradas en los brazos de la mecedora. La derecha con el tabaco siempre encendido, la izquierda con las venas palpitando oscuras mientras ella acomodaba su cuerpo al suyo al morir la tarde. Su rostro se volvía continuamente buscando tropezarse con el suyo, su boca cercana a su aliento acre, murmuraba sin parar preguntas como ¿De que están hechas las alas de las mariposas? o ¿Alguna vez te has enamorado? El resoplaba cansado y entre las matas de plátano corría de pronto una gallina ruidosa rompiendo ese silencio intimo que acercaba sus rostros en la espera de una respuesta.

Apoyada en aquella ventana, ella seguía ahora esperando respuestas. ¿Qué había sido de él después de esa última tarde juntos? ¿Podría volver a verla a la cara un día o ambos ya estarían demasiado viejos y curtidos para contarse cuentos? Su rostro se fue pintando de los colores de la tarde que incendiaba ahora los portales de las casas y en sus ojos se pusieron a media asta todas las banderas. Recordó aquella noche sin luna en que su cuerpo tibio busco el suyo a tientas, la falta de sorpresa en sus ojos al mirarla, como si desde hace mucho la estuviera esperando. El calor de su vientre y lo áspero de sus manos callosas rasgando por primera vez su inocencia. Su cuerpo con olor a madera antigua y tabaco. En el silencio roto por cientos de grillos, su voz susurrante diciendo: Pequeña, pequeña…


La noche cayó demasiado rápido llenando de astros aquel atardecer sangrante. Ella, con el rostro húmedo de recuerdos de inocencia, evocó su olor, la textura de su piel, sus historias larguísimas sin final feliz, su cuerpo tibio tumbado sobre el suyo, lo recordó todo con la precision de los enamorados, excepto su nombre o la nitidez de su rostro.

martes, septiembre 13, 2011

"Cecile"


¿Alguna vez has visto un muerto?- me dijo y allí empezaría todo. 


Muchos- repliqué sin ganas, dándole la espalda en la cama revuelta. 
¿Cuántos?- insistió el, con ojos de niño grande. Ya perdí la cuenta- le dije sin ganas y fingí dormir, con un sueño pesado que pronto me alejó de él en medio de otros sueños más recientes y aprehensivos. La verdad no había visto muchos muertos, o más bien no habían muerto por mi mano, pero los había acompañado en el sendero lúgubre de las despedidas, mientras Cecile con el pelo castaño cayéndole lacio por la frente, transpiraba y se aplicaba inútilmente a la tarea de revivirlos.

A mí me gustaba mirar y estar presente cuando sucedía, porque siempre era un milagro la sutileza con la que llegaba la muerte al rostro de las personas. Mientras Cecile se alejaba frotándose los brazos por el esfuerzo de reanimarlos, frustrada en su tarea, con el mandil salpicado de sangre y saliva ajena, yo acudía a ellos para abrirles los ojos y verlos con las pupilas repentinamente abiertas y dilatadas, fijas en la oscuridad de algo inconmensurable hasta ese momento. Ojos enormes y fijos, como si por primera vez vieran algo realmente increíble, luego de largas vidas ordinarias.

Al llegar la madrugada me aparté de su lado, al notar que Nanu dormía profundamente con la boca abierta en un ronquido gutural que jamás me había agradado. Mi insomnio pertinaz hacia que siempre pudiera irme antes que él despertara. Me iba de su lado diciendo que ya no volvería, pero siempre había una nueva fiesta, algún nuevo evento triste y sin resolver, que me hacia recurrir a su lecho maloliente de alcohol y cigarrillos.
Esta vez no era diferente y lo había empeorado esa pregunta infantil que me irritaba tanto: ¿Alguna vez has visto un muerto? Supe de pronto que él vivía de este lado, el de los vivos, en donde la vida era blanda y sucedía sin contratiempos, donde la gente no te aguardaba llorando en los pasadizos para preguntarte ¿Qué había pasado, vive aun?

Caminé sin prisas en medio de una noche demasiado bella para ser desperdiciada en la cama. El viento fresco traía las canciones y las voces de la gente trasnochada al otro lado del puente. 

“Ey, enfermerita yo necesito alguien que me cure”- resonó en medio de carcajadas desde la otra vereda. Un grupo de muchachos que seguramente regresaba también de alguna fiesta, se abrazaban dando traspiés y enviándome besos. 

Les hice una señal con el dedo y apuré el paso. Bajo el guardapolvo blanco de Cecile me sentía incómoda e indefensa. La idea transgresora había sido de Nanu, “Quiero que vengas vestida como enfermera” me había dicho y yo había jugado a hacerle caso, robando por una noche el mandil de Cecile, mucho más baja y delgada que yo, el cual me hacia mostrar los muslos rollizos cubiertos por un par de pantis nacaradas. 

Solo el mandil de ella me cubría la piel, la ropa interior diminuta era enteramente mía. Llegué a su casa y esta vez no necesitó beber demasiado para tirarse encima de mí. Lo hizo fuerte, como solía hacerlo Nanu cuando dejábamos de vernos por semanas. Su mano me sujetó el cuello hasta casi ahorcarme y luego de un remedo de beso, me lo hizo como si la noche que quedaba fuera demasiado corta.

Yo me dejé hacer porque hacerlo fuerte era la única manera que teníamos Nanu y yo de hacer el amor para sentir algo que no fuera una pena infinita al tocar nuestros cuerpos desnudos. Su boca descendió hasta la raíz de mis pechos presionándome contra la pared no escarchada de su habitación, hiriéndome la piel cubierta solo por la fina tela blanca; su mano retiró apenas la ropa interior antes de ingresar jadeando con la fuerza de un animal, una, dos, tres veces dentro de mí. Su cabello grasoso rozaba mi barbilla cuando Nanu balbuceó el nombre de Cecile antes de venirse entero, dejando restos fluidos sobre mis bragas aun puestas.

No era novedad que Nanu amara a la bella Cecile, de lejos e irremediablemente. Sin una palabra entre ellos que pudiera siquiera dar la posibilidad de un mínimo contacto futuro, ¡tan diferentes eran! Nanu se había acercado a mí por acercarse a Cecile en una de las fiestas de poetas decadentes a las que yo llevaba a Cecile, en pago por acompañarla en sus turnos de guardia hospitalarios. 

Nanu era un hombre guapo pero pobre y generalmente desaliñando, he ahí el detalle de que Cecile jamás lo mirara en serio; a diferencia mía, con un gusto genuino por los pobres diablos y los que se hacían llamar como poetas malditos.
Me había atraído su barba a medio crecer, su mirada profunda de huérfano buscando abrigo y sus brazos robustos saliendo de un cuerpo macizo y compacto. El sexo entre Nanu y yo había sucedido natural y sin aspavientos, luego de un par de cervezas y una conversación sobre la música de películas viejas. Nanu amaba la música aunque no tocara ningún instrumento y a mí me gustaba inventar que cantaba bien, para sentirme importante. Esa noche cantamos, desafinados y alegres, un canto que sonaba a revolucionario desde una mesa de la Petite Gollete, mientras que a Cecile seguramente se la tiraba el viejo calvo de pasaporte belga que nos alquilaba el piso que ambas compartíamos dos calles más arriba.

Cecile era hermosa, inteligente y graciosa, pero no tenía suerte en el amor. Tal vez en eso era lo único en lo que ambas coincidíamos. Ella, soñadora y engreída desde la cuna, a menudo amaba a quien no debía y terminaba siendo amaba por quien no quería. Su cuerpo delicado del color de las almendras, se acostaba en mi lecho llorando a mitad de la noche por amores que no podían ser. Yo le tocaba los cabellos perfumados y las manos suaves con olor a jabón carbólico y sentía entonces, al tocarla tan cercana y ausente al mismo tiempo entre mis frazadas, que la odiaba profunda y visceralmente, mientras me iba inventando alguna canción que rimara con su nombre y le creara sonrisas antes de quedarse dormida.

¡Cuánto hubiera dado Nanu por arrullarla en esos instantes de infinita soledad a los que era proclive Cecile luego aquellos largos turnos de trabajo! ¡Cuánto por cantarle canciones dulces como le inventaba yo! La voz ruda de Nanu se dulcificaba al preguntarme por “los asuntos de casa” y con casa me quería decir Cecile
¿Cómo esta ella? Solía filtrar, fingiendo indiferencia ¿Duerme acompañada ahora? Y yo solía responderle que por casa todo bien, que muchos libros, mucho desorden, mucha ropa blanca tirada por todas partes, que pronto me iba a mudar a algún lado, pero él reaccionaba con una carcajada nerviosa, que denotaba temor, como si al alejarme yo de Cecile, el también perdiera parte de ella y de su historia.

El reloj dio las dos cuando pasé frente a la catedral, la lluvia reciente había dejado resbalosos los peldaños y debía caminar con cuidado sobre los zapatos altos para no caer y ensuciar mi traje prestado, espectralmente blanco.

¿Has visto alguna vez un muerto? Seguía rodando mi mente y la pregunta de Nanu llevaba impresa en sus ojos la incredulidad de que yo pudiera soportar tan bien la desgracia de la muerte como Cecile, que yo pudiera ser tan fuerte como aparentaba ella al enfrentar tales circunstancias. Tal vez era que Nanu y yo apenas nos conocíamos a pesar de llevar un año en los avatares del amor y otras miserias adictivas. 

Nunca me había hecho preguntas demás, ignoraba que yo también había iniciado la escuela de medicina hace muchos años junto a Cecile, o que no la había terminado a tiempo por falta de dinero. Nanu me creía mala, oscura y alcohólica como él y no le importaba conocerme más, porque con eso era suficiente. Yo lo creía débil e ingenuo, brillante cuando escribía, detestable cuando bebía. Adorable cuando fingía que podía ser algún día alguien diferente. Alguien con futuro.

Estábamos cerca por el sexo sin preguntas, la compañía sin responsabilidades, el disfrute sin cargos de conciencia. Nanu no me amaba a mí y yo no quería amarle a él. Sin embargo Cecile nos unía como un lazo tenso que volvía nuestra existencia melancólica o irascible según fuera el caso. A veces Nanu se permitía acariciarme el borde de los labios antes de cogerme o besar mi cuello quedamente antes de romperme la ropa a zarpazos. Eran apenas unos gestos, como rescoldos tibios de su amor silente por la dulce Cecile y esos pequeños gestos dirigidos a otra, hacían posible que yo lo deseara, que me mojara las bragas por el sí se acercaba, que llorara en silencio si al follarme, en cada golpe duro de su pelvis contra mis caderas sintiera que ambos debíamos hacerlo siempre rudo y sin palabras por Cecile, por ese amor entre nosotros que había nacido ya muerto y corrompido por la sombra de lo que jamás sería. A nosotros dos que no se nos permitía ser dulces para no llorar al terminar el día, como lo hacía ella, exponiendo esa fragilidad que hedía a indulgencia.

-“Ey enfermera, ¿no me da una medicina para la tos?” Sonó una nueva voz de entre las columnas de la catedral iluminada por luces color ámbar. Me paré en seco para ver el rostro de gesto canalla que me contemplaba saliendo desde la oscuridad. 
-“No doy medicina pero puedo frotarte algún ungüento…” le dije con el rostro cínico de las mujeres despechadas. La voz soltó una risita desde su escondite.

-“¿Cuál es su nombre enfermerita?” -Me dijo la voz acercándome un cigarrillo encendido, mientras rozaba con la otra el borde de mi solapa. 

-“Cecile”- contesté sin remordimientos, fiel al nombre bordado en mi guardapolvo blanco con letras escarlatas.
-¿Me llevarías a casa?- Coqueteé sin pudor, mientras pensaba que tal vez podría mostrarle al día siguiente a Nanu como se ven los muertos cuando los ves directamente a los ojos.

lunes, diciembre 20, 2010

"La Niña Eugenia"

Era en ese crudo espesor de las madrugadas sin sueños en que la niña Eugenia se acercaba a la ventana esperando respuestas. Yo la veía de lejos acercarse a los cristales con la bata rosada entreabierta mostrando aquellas tetas que ocultaba durante el día a los hombres lascivos que visitaban su casa fingiendo condolencias.
La niña se enojaba mucho luego de esos abrazos pegajosos, de besos toscos que le estropeaban el maquillaje. Su ropa de amargo luto se ajaba con cada apretón de aquellos tíos, abuelos, primos que venían para ayudarla. Ella se había quedado sola decían, ¡pobre niña soltera en esa enorme casa de la Av. Balta!

Las pálidas manos de la niña que jamás había hecho otra cosa que escribir poemas de amor y novelitas cortas, se gastaban ahora tratando de hacer adornos de flores de papel para las coronas de caridad con las que se ganaba la vida. ¡Qué triste oficio para alguien tan bonita! Comentaban de nuevo los vecinos y entonces la niña Eugenia sacaba de sus mejillas un rubor que yo no le conocía ni en la cama cuando me pedía que le gritara aquellas cosas feas que no se les dice a las señoritas decentes.

Pero ella siempre me pedía y yo le gritaba así fuerte, porque en ese momento la niña Eugenia ya no parecía la niña petulante que me mandaba a hacer los recados, a que le llevara la ropa a la lavandería, o a que cortara el césped del jardín de enfrente. La niña de cera a la que yo miraba quieta, contemplando como atardecía desde los jardines colgantes de aquella casa- mausoleo solía derretirse durante el amor, consumida por una llama que desconocían todos los caballeros que la visitaban.
La noche en que la ví por primera vez junto a la ventana, aun los patrones vivían en casa. Yo fumaba esa noche entre ráfagas de canciones viejas que venían de los jardines vecinos. La noche era clara, de estrellas tímidas que podía contar con una sola mano, cuando la vi con la camisola transparente y el cuerpo pálido como la misma luna, apoyada en la ventana dibujando con su aliento nuevas constelaciones en la oscuridad.
Yo me dí cuenta que había crecido, pues ya no era la niña que me arrojaba los libros de punta en la frente, sólo para saber si yo también sangraba como ellos. Claro, niña, a mí también me duele le decía, pero ella se alejaba con esa risita de mierda que le terminé quitando a la primera oportunidad que tuvimos de hacerlo en el cuarto trasero. Esa fue la primera de muchas otras en las que fue ella quien me terminó llamando a hacerle compañía.
No soy ningún canalla, pero a la niña provocaba golpearle la boca cuando comenzaba con sus estupideces y sus risas burlonas. Provocaba estrangularla, callarla, besarla, amarla. La niña jodía para bien y para mal, cuando hablaba y cuando guardaba silencio, si me ordenaba o si gemía, si pedía auxilio o me pedía más. La niña, la niña…



Cuando los viejos murieron en ese accidente la niña dejó de llamarme a su cuarto. Creo que pensó que era hora de sentar cabeza y acostarse con alguno de esos niños rubiecitos igual que ella que visitaban la casa para fumarse porritos al lado de la piscina.

A lo mejor y hubiera sido bueno que se case, pensaba yo jalándomela rabiosamente en el fragor de su recuerdo sudado con la camisola rosa y su cara de virgen de estampita. Que se case y que se vaya para siempre, para que yo también me vaya de esta casa, a la misma mierda me vaya!
Pero no se fue, ni me fui yo. Ella seguía sin casarse con nadie y yo adorándola de lejos, esperando una sóla señal de su dedo para acercarme mansito a besarle las manos picoteadas de agujas y sangre. Luego ella ya hacía el resto, ¿quien no habría escuchado sus gemidos, sus gritos, esas órdenes y esas súplicas que nos dábamos en el cuarto trasero? ¿ Quién no habría fingido que no sabía lo que le pasaba desde que se fueron los viejos, o desde mucho antes? Si lo sabré yo!
Pero de lo que pasaba dentro de su cabeza medio loca nadie sabía. Yo podía dominarla mientras cogíamos, pero era en esa palidez pétrea junto a la ventana en que yo me daba cuenta que poco o nada la conocía. Que ella era majestuosa sin necesidad de tener nada, que tocar palpitante su interior durante el sexo era apenas un espejismo idiota, que duraba segundos. Ella estaba tan lejos y yo aquí muriéndome bien cerca.



La madrugada se cortaba de sombras y de sonidos raros y ella seguía ahí inmóvil en la ventana, a medio vestir como esperando algo que no llegaba. A veces yo tiraba el cigarro y me daban ganas de saltar todas las cercas, de ir, de sacudirla por los hombros para despertar a la niña sonámbula de la bata rosa… pero era inútil, yo sabía que no era mí a quien esperaba, probablemente porque ella, la niña, ya no esperaba nada.

lunes, noviembre 17, 2008

La Nariz

Sentada en el banco de a clase, me detengo a mirar mis pies absorta en la pedrería de mis nuevas sandalias hindúes.
- Bonitos pies-me dice alguien.
Sin levantar la cabeza le digo que No, que los odio, que de buena gana me los cortaría, ella- pues es una ella y no un él, la dueña de ese comentario, sonríe divertida y añade
- Yo si me cortaría la nariz.
Volteo a mirar a la joven que se ha sentado junto a mí y veo su perfil perfecto dibujado sobre el atardecer que ahora cubre los amplios ventanales del edificio antiguo que nos rodea.
- Tu nariz es bonita- digo yo-no entiendo porque podrías odiarla.
- No odio a mi nariz, odio a su función y a todo lo que conlleva- agrega en un tono melancólico. Yo sufro de hiperosmia- agrega con cautela, mirando a todos lados como si se tratara de una maldición antigua.
- ¿Hiper qué? Repito yo.
-Hiperosmia, la facultad de percibir los olores con más eficiencia que los demás seres humanos. Pero...¡eso es grandioso! reparo yo.
- ¡No! te equivocas, tener hiperosmia es peor que tener unos pies feos, me dice.

Entonces, yo escondo los pies enfundados en pedreria, por debajo del banco de madera y me detengo a escucharla. Los siguientes minutos la joven me contará sobre sus tribulaciones por ser dueña de una nariz tan especial, sobre lo terrible que es ir por el mundo sabiendo a ciencia cierta a que huele cada cosa, prediciendo que persona viene, que es lo que trae metido en el bolso o si se bañó o no. A mi me parece una historia divertida, pero ella me la cuenta entre triste y enfadada. Parece que tener ese “Don” la molestara sobre manera.
-Podrías dedicarte a sommelier, le digo yo para animarla. Ella me dice que no le interesa, que el olor a los vinos, quesos y vinagres solo le puede provocar cefaleas insoportables que la sumen en curas de sueño si recibe la medicación adecuada o en absurdos ataques convulsivos, si no tiene una pastilla a mano.

La joven se mueve en el asiento y yo pierdo de foco, su mirada, su cabello rojizo, su porte diminuto, su boca que hace pucheros al terminar cada frase como si fuera solo una niña pequeña. Toda mi atención está ahora, en esa nariz perfecta, que nace por debajo de sus cejas y se levanta al cielo respingada y alerta, como un pálido grumete en lo alto de un barco.

-¿Algo de ventajoso debe tener haber nacido así, no?- le digo, cuando me termina de contar que es la única de su familia con esa habilidad que le ha causado pleitos épicos por opinar acerca del olor a la comida de su madre, del perfume de sus cuñadas o de los calcetines de sus hermanos.

-Sí de hecho tiene ventajas, puedo percibir olores que nadie más percibe, me dice serenando su cara-Puedo percibir la mezcla de la hierba cortada aderezada por el aroma de la brisa marina. El perfume de las frutas maduras en el mercado, del melón calameño mezclándose con el durazno. Del maracuyá y la lúcuma serrana, de las uvas recién traídas en canastos de mimbre desde Ica. De las sandías maduras, cuando comienza el verano. De los anticuchos tostándose sobre los braseros al llegar la noche; de los hombres con colonias que se desvanecen con el primer sudor de vergüenza al saludar a una mujer; de las mujeres seguras con champús frutados en el pelo caminando por plena avenida, antes que los floripondios regalen a la tarde su último aliento.

Termina de hablar y noto que ha cerrado los ojos. Por un momento yo también. He imaginado a la ciudad nueva con todas esas fragancias que yo olvido de percibir siempre. Con toda esa gente de la que ella describe sensaciones solo por el olor que desprenden. No puedo evitar decirle que ahora su hiperosmia me parece algo mágico.

-Es mágico mientras no te subas a ascensores llenos- sonríe- mientras no vayas a tiendas que están en rebaja... Es mágico mientras no entres a perfumerías caras o a la sección de detergentes; o cuando no cruzas Lima de cono a cono sobre una combi repleta a mitad de febrero con todas las ventanas cerrada. Es mágico mientras no tengas ganas de sexo.

¿¿Sexo?? Repito pasmada. No puedo creer que también eso sea una desventaja.

Y entonces me cuenta que durante años no pudo tener novios porque siempre les hallaba un olor especial o en el cuello o en las axilas que la sumiera en el total desencanto. Que podía creer estar enamorada hasta que el día menos pensado el tipo acudía a la cita con un olor a ajo que emanaba de sus dedos, fruto de trabajar en cocina. O de acetona y bencina, si es que el tipo trabajaba en algún laboratorio.
Lo peor de todo era cuando ya estaba por dar el si y ese día sentía en las manos del hombre elegido un fuerte olor a mariscos, similar a toda la costa del Callao concentrada debajo de sus uñas, fruto de quien sabe que maniobra de dígito presión, que a ella le causaba más arcadas que deseo. Pero finalmente un día conoció a alguien con características similares a ella.

Ambos se cuidaban de no usar perfumes fuertes, del detergente a usar para lavar la ropa, de que no hubiera ni ajos ni cebolla jamás en su cocina y de que ni una gota de vino osara romper el equilibrio de aromas de su nido de amor. Él no sólo la comprendía a la perfección, sino que gracias a ese poderoso olfato tenía una perfecta guía geográfica de sus puntos mas erógenos y sabía exactamente el momento en cual cojerla o no cojerla, guiado solo por ese olorcillo tan sutil que humedecía sus ropas cuando ella ovulaba.

Todo parecía felicidad, excepto por el pequeño detalle que Miguel- así se llamaba- no solo era un amante detallista y complaciente, sino el peor de los celosos. Dueño de un olfato aun más fino que el de ella, podía deducir por el olor de su ropa sus periodos de estro, sus cambios hormonales, su atracción más mínima por cualquier hombre que pasara a su lado, solo ayudado por ese olor que cubría sus poros, cuando ella veía a algún hombre atractivo.
Fue en ese periodo que la relación se hizo insoportable, no podía salir a la calle de brazo de Miguel, sin que éste intuyera minutos antes, aún que ella, que su cuerpo ya estaba secretando cientos de hormonas por el simple roce de olores con alguien del sexo opuesto. Por ese olorcillo que cubría sus poros como un sudor invisible, fiel indicativo de que el eje de ella estaba dirigiéndose a otro hombre.

Esos paseos por la calle desencadenaban en Miguel escenas dignas de un Otelo, que gritaba y golpeaba, y ella un odio creciente a ese hombre que días antes amaba con todo su ser.

-Lo llegué a odiar tanto que solo podía imaginar su muerte cada noche- me dijo mientras sus labios se tensaban en un gesto de rabia y dolor. No sólo tenía mejor olfato yo, sino que ahora lo utilizaba en mi contra ¿entiendes? Mi olor me delataba siempre-dijo, mientras se volvía a mirarme con una expresión que me hizo recordar al mas inocente Norman Bates.

-¿Se separaron?- pregunté con cautela, mientras pensaba que esta mujer diminuta, por sus gestos y sus reacciones, podía corresponder perfectamente a la imagen de una asesina en serie.

-No; él murió hace un mes- me dijo. Mis vellos se erizaron de inmediato, pude sentir que ella acababa de oler mi miedo, cuando volvió a mirarme.

-No te asustes, no lo maté yo... fue el tumor-agregó con bajando los ojos.

Al parecer Miguel poseía un tumor en medio de su cabeza que le ocasionaba esa sensibilidad al olor cada vez más aguda y que finalmente le había provocado esos celos que rayaban en la locura.

Su don, motivo de orgullo, lo llevó finalmente a la muerte- me dice, sin poder ocultar ese beneplácito que le da el saberse única. Era obvio que un hombre como él no podía tener un don así, de manera natural, no? No hubiera podido resistir el peso de vivir con esa virtud...

¿Y tú, no tienes miedo, que sea también un tumor lo que te causa esa “virtud”, la hiperosmia de la que hablas?- digo después de un largo silencio que solo los autos a lo lejos rompían.

-No, tonta! es que lo mío si es un Don auténtico- dijo ella, mientras olfateaba los restos de la tarde que moría sobre nosotras.

Otoño en Lima

Es lo primero que escribo luego de una larga temporada. No era mi intención hacerlo, pero el café y este cielo nublado son malos consejeros....