viernes, septiembre 27, 2024

En el nombre del padre

Al abrir la puerta de casa todo el olor y los recuerdos guardados allí se le impregnaron de golpe en la nariz y en el cerebro. ¿Cómo podía ser que aquella casa siguiera oliendo con indigna persistencia a todo lo que el recordaba de la niñez? La alfombra manchada, el colchón meado del perro, la comida guardada de varios días en el frigider, la ropa a medio secar en el pequeño balcón. Esa vida tan de clase media de la que se había intentado apartar  huyendo de ella cuando trabajaba como un loco sin mirar ni un momento atrás por temor a volverse mera estatua de sal y que ahora la hija de apenas ocho años ya le sacaba en cara, tu casa huele feo papi, o tu casa no huele como la de mami. 


Tenía razón, ahora su apartamento olía igual que la casa de los viejos y probablemente su ropa de cama también olía como a la recámara de los viejos cuando el era niño y no quería entrar mas allá del marco de la puerta para dar las buenas noches y ver todos los diarios apilados al lado de la cabecera de papá,  resolviendo crucigramas con la lamparita encendida y los anteojos a la mitad de la nariz o esa infusión de mil hierbas en la mesita de noche de mamá, que se enfriaba antes que ella encontrara las pastillas. No, recuerdos malos, recuerdos de una época antigua en donde era chico, de huesos delgados y de salud frágil. Una época que había querido pasar rápidamente, pero que pasó para el lenta y pesada como en años de perro. Transcurrió en cincuenta años esa niñez, de cassettes que se volvieron CD´s rayados que apilaba bajo la cama y luego pasar a esa adolescencia solitaria de bajar canciones toda la madrugada aunque la computadora se llenara de virus, de sopa humeante y grasosa a la noche, de ropa que no secaba bien y olía a orines, de colaciones que no llenaban a mitad del recreo, pero que su madre mandaba entre mil gritos. Esas colaciones que daba pena sacar delante de los otros, tan escasas como las de los otros, los tapers de plástico brillante, la botellita de limonada. El plátano que se reventaba entre los cuadernos antes que dieran las once. A veces parece que la infancia es esa parada de autobús a la que uno no espera regresar nunca a menos que se equivoque de carro, pero a la que regresas a rastras solo cuando ya eres padre. Y ahí estaba su hija recordándole todo de su infancia, se veía en ella,  en cada gesto suyo,  el fruncir de las cejas espesas cuando no entendía algo, los ataques de asma  por la alergia a los gatos, hasta en su poca tolerancia a la leche en las mañanas o a que invirtiera el orden de las consonantes al escribir palabras largas. Estaba ella carne de su carne, innegable. Una copia suya haciéndolo revivir todos los recuerdos de nuevo.


Que feo huele tu casa había dicho y con eso se había preguntado si también el estaba comenzado a oler fetidamente como su padre, si finalmente ya todos los órganos habían envejecido en el macerándose de la amargura y el cansancio que tienen los adultos y ahora era idéntico al olor del viejo cuando lo abrazaba.  De mas chico el y su hermana bromeaban sobre eso. Cuando el viejo muera -decía ella- y me toque extrañarlo voy a venir a oler tu ropa, apestas igual, luego lanzaba una carcajada de esas irritantes en que mostraba hasta la campanilla y el le rompía  de un manotazo lo que ella estuviera haciendo. 

Es cierto, sudaba como su padre en las tardes de calor, olía a el  como animal hediondo que puede ser sentido a metros de distancia, pero no le importó hasta que la adolescencia cuando corría las mil vueltas de educación fisica y lo obligaban  a ir a las duchas antes que vuelva a clase. Apestas Ramírez. No vuelvas a clase sin cambiarte de ropa. Las chicas se reían bajito entonces y el se apartaba con vergüenza, sintiendo a su padre aflorar en sus axilas y su pelo.


Huelen igual y qué. Así huelen los hombres, parecía oír la voz de la vieja desde la cocina. A sudor, a trabajo fuerte, a tabaco. No era nada para reprochar y sin embargo el sabía que este mes de Setiembre acababa de cumplir la edad que su padre jamás llegó a cumplir con ellos. “Se lo llevó el cigarro” eran las cosas que escuchó de todos y el lo siguió repitiendo como si el cigarro fuera una persona que viene, toca la puerta, pregunta por alguien y se lo lleva a vivir a un barrio desconocido del que jamás vuelven. Ese es el olor que el jamás tendría, el olor a cigarro de su padre añadido en las ropas, en las manos, entre los miles de periódicos que se quedaban amarillos sobre las sillas o en donde fuera. Era el olor que aun quedaba un poco al abrir los armarios de la casa vieja cuando fueron a venderla. Ese olor raro en la alfombra y las cortinas, su viejo se había ido pero parece que el cigarro que se lo había llevado dejó como pago aquel olor impregnado en casa.


Ahora el tenía la misma precariedad que entonces sus padres, libros viejos en lugar de periódicos al lado de su cama, una alfombra gastada que algún día cambiaría, cortinas heredadas del matrimonio que no funcionó, comida de varios días olvidada en el congelador. Y los discos, todos aquellos discos de los que se volvió comprador fanático cuando le dijeron que era mejor oírlos así  en un tornamesa que desde el computador o un stéréo. Toda aquella música que su ex mujer no sabía para que coleccionaba, si la casa era chica, si no tenemos ni para comer, si no te pagan bien por lo que escribes. Es momento que dejes esos sueños, que aterrices Ramírez. Ella se fue, esa pequeña casa no era para criar a nadie, el tampoco sabía como hacer que esa alianza funcione ¿cómo lo habían logrado sus padres? Tenían mas hijos, menos comida, menos comodidades y se habían quedado juntos. Los periódicos viejos y el mate de hierbas humeante en la misma habitación, eso era lo que significaba para el que la familia funcionara. Ir a su recámara  y que los viejos durmieran juntos allí, tosiendo el o con el pastillero para los mil dolores ella. 


Esa infancia que duró cincuenta años a lo mejor no había sido tan mala, su pequeña le reclamaba ahora el mal olor de su departamento feo pero algún día lo extrañaría, extrañará tropezar con la alfombra o sentarse a ver los discos y preguntarle cómo se cambia de canción en esa cosa. Seguramente ella vería cosas que el no puede ver y olería con ese fino olfato los rastros de la semana en su ropa de asalariado. Haz estado en una pizzeria. Haz estado en un lugar con humo. Así jugaban a las adivinanzas. Ella jamás le sentiría olor a tabaco, a cigarros que nunca lo tentaron ni cuando tuvo edad de hacerlo y los encendía a escondidas solo para recordar un poco a su padre, antes de la tos, de que se hiciera pequeño y frágil en esa cama a la que no lo dejaban entrar a verlo. Quedaba solo brindar por eso, por el retazo de vida que había superado, por todos los caminos que pudo andar sin tirarse de un puente,   probablemente el viviría mas primaveras que el viejo. Quien sabe.

Se pregunta si también la infancia de su niña como para el,  durará cincuenta años, si recordará cada episodio de los viajes en auto entre su casa fea y la casa de su madre, si recordará las discusiones entre ellos, los desencuentros, las llamadas telefónicas. Las veces que no llegó con el regalo perfecto. O si solo recordará esto, el olor feo cuando se abre la puerta, el olor de la ropa de cama guardada, el olor de su padre envejeciendo, célula a célula, órgano a órgano, avinagrándose en sueños de los que no despierta, mientras escucha discos viejos desde un tornamesa de segunda mano.  Madura Ramírez, esos cuentos no te los compra nadie. Y Ramirez se para del sofá y escribe, vuelve a escribir, porque esta primavera no es la suya. No vendrá nadie aun a llevárselo al barrio de los que jamás regresan. Esta primavera es eterna y el escribe sobre esa infancia, sobre su viejo y sueña.

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