Pero no siempre fue así. No siempre mi cabello fue voluminoso y rizado, mas bien todo lo contrario, era corto, lacio y pequeño, tanto que a veces al salir a la calle todos pensaban que era un niño. Así, que ahí andaba yo, diciendo que era niña y nadie me creía, porque andaba siempre con mis pantalones, mis zapatillas y mi gorra cuando salía en bicicleta. “¿Pero por qué no le pones vestido o aretitos a tu hija?”- decían las migas de mi madre. Pero a mi, los vestidos solo me los hacían entrar para las fiestas, el resto del tiempo andaba jugando en el piso con los carritos de mi hermano.
Para colmo no me hacía ningún arete, porque tenía alergia a todo lo que no fuera oro de 18 K y mis orejitas, eran tan celosas que se me infectaban con otro material, poniéndose como albondigas. Así que llegaba el oro de 18 K regalado por la abuelita, herencia de no se quien, pero como yo era una cría inconsciente, perdía los benditos aretes regalados, en cualquier parte de la casa o me quitaba las pimientas doradas e intentaba saber si eran macizas y de puro oro como decía la abuelita con orgullo familiar y les metía un martillazo encima . Y ahí se me acababa la gracia, porque venía mi madre a ponérmelas de nuevo y “que las use así, que era mejor usar unos aretes chancados a que siguieran diciendo que su hija menor era niño”.
¡Pero si no era por mi cara, ni por mi ropa, mamá! Era por esos ridículos cortes militares que nos hacía mi padre y que a los abuelos sacaba de las casillas.
No se por qué, mi madre no evitó nunca que mi viejo nos corte el cabello a todas las hijas, alegando que el cabello largo era antihigiénico, o que teníamos la cara demasiado pequeña, para andar con la melena encima. Creo que se oponía, pero mi padre terminaba convenciéndola, de que “en esas escuelas superpobladas, las niñas mínimo regresarían con piojos”. Para mí y mis otras hermanas, los piojos eran un mito que servía para desfigurarlas de por vida con esos cortes de cabello a lo régimen militar.
Hay una fotografía en que todas las hijas parecemos salidas de un campo de concentración en una mañana invernal. Pero al menos mis hermanas eran simpáticas, con esos ojos que hablaban por si mismos; yo en cambio con mi cara de ratón y mi buzo de la escuela primaria, parecía el varoncito de la familia, sonriendo en esa foto de hace mil años, donde el cabello recién cortado vuela como brisa por todos lados.
Luego me creció el cabello, pero comenzó a enrularse y con eso vino la burla de todos los niños de la escuela pensando que me había hecho ondular, y que era una niña “mona”, pero no. Yo solo estaba mutando y mi cabello se empezaba a esponjar y a adoptar el aspecto ondulado igual al resto de la familia. Había llegado la pubertad.
Mi padre de nuevo persiguiendo con las tijeras podadoras; la abuela poniendo el grito al cielo, por esas manías comunistas de mi padre de rapar a las niñas; y mi madre por detrás, con cintas y moños recién comprados, anidando la ilusión de que su hija tuviera el mismo cabello de ella a sus 12 años. Yo por mi parte lidiando con una cabeza que estaba a punto de parecer la de los Jackson Five, pero con la firme determinación de que no me volverían a cortar el cabello ni a confundir de sexo, ahora a mitad de la pubertad.
El cabello crecía y ya estaba por los hombros, pero de inmediato se enrulaba y se volvía corto, no había como atarlo en una cola, porque crecía desigual y los pelos de adelante ensortijados no alcanzaban nunca a los de atrás. De nuevo a usar cintas , pañoletas y gorras y a escuchar alguna burlilla, de que “Ella usa gorro porque teme que se le escape la inteligencia”…No, retardada, que si así fuera a ti te hubieran puesto casco de hierro desde que naciste para que no te quedes tan tarada!
Y llegó la adolescencia y el cabello ya estaba por los hombros como un alga gigante y si se veía bonito cuando estaba recien salida de bañarme, apenas se secaba el agua, comenzaba a esponjarse y a cobrar vida propia, ocultando también mi cara.
“Pero ponte ganchos hijita” “ ponte estas hebillas rojitas que te compré el otro día”…pero que bah! ¿que me iba a poner hebillas? si yo tenia 15 años y no quería parecer una mutante, con ganchitos ni moños rosas
“Cómprame otra gorra, mamá, que así detengo el cabello hasta que pueda hacerme una cola decente” y mi madre me compraba las gorras y alistaba los ruleros, para que se me laceara el pelo y no se me esponjara tanto. Pero igual, mi cabello era espeso y rizado y no había hebilla, rulero o peine que lo amansara, apenas se secaba parecía invadirlo todo. Rompía las hebillas y los ganchos salían volando. Los peines entraban y no salían nunca, se quebraban los dientes de los cepillos para peinar. ¡Era todo un desastre! Salía a las fiestas con el cabello mojado y lindo y regresaba hecha un león africano!
Fue por esa época que la peluqueras comenzaron a recomendarle a mi madre aceites y lacas, que ella me compraba confiada, pero nada. El cabello se me maltrataba y se llenaba de puntas y tonos rojizos, que me hacían ver igual al payaso Crosti…Así que tenían que recortármelo de nuevo, pero ya no al coco, no señor!…Si ya llevaba 8 años en el martirio, de hacer crecer mi cabellera contra viento y marea y sabía que algún día el cabello se me vería bien y seria la versión afro de Rapunzel. ¡Toda una mujercita de cabello bonito!...pero el tiempo seguía pasando y nada de ná!
Lo bueno, es que mi cabellera de aspecto rebelde, hacía que las personas no me vieran tan nerd, como podía pensarse de mis notas de colegio o de mis conversaciones aburridas. Sin saberlo, había hallado un estilo. Ahora parecía la hermanita menor de Lenny Kravitz y si me hacia trenzas, mínimo la de Bob Marley. Fue por entonces que comencé a frecuentar el reggae y mis amigos me empezaron apodar “la Rasta”.
Para la universidad entendí, que ese estilo de fumona sin pucho, no me llevaría a ninguna parte, así que volví al moñito y al gel para el cabello, para parecer “ordenada y limpia”- como decía mi padre. Así que con ese estilo de celadora de cárcel, me pase los primeros 4 años de facultad; solo de vez en cuando para alguna fiesta me soltaba el cabello y mis rizos volvían a invadirlo todo, cegando los ojos de quien bailaba conmigo, asfixiando al de al lado, imitando una escafandra de pelos marrones que se movía agitada en mis saltos al ritmo de Molotov o Control Manchete.
No pues, si la gente quería verme de nuevo con el cabello suelto, porque así era menos seria y correspondía mas a mi charla usual de rebeldía contra la sociedad y el buen orden. Solo de vez en cuando yo aceptaba y me quitaba la pañoleta o el moño y mostraba mi cabello así, como un pulpo marrón que me cubría mas allá de los hombros.
Pasados unos años, mi cabello dejó de crecer, pero la cantidad de pelos por centímetro cuadrado era asfixiante, fue entonces cuando acudí resignada donde mi padre y sus manías de Fígaro, para que me rape la mitad de la cabeza por el lado de la nuca y el cabello caiga al menos un poco y no se vea tan voluminoso. Mi viejo feliz, entró con peine y podadora incluida a quitarme la mitad del pelo, pero nada…
Cada verano era lo mismo, una figura delgada y una cabeza de neurona caminando por la playa. “ Ese cabello es la causa de tus migrañas, ahí hace circuito el mundo”- reclamaba mi padre cuando me veía así de melenuda. Yo no le hacia caso, nadie me obligaría a cortarme el cabello al coco de nuevo. Ya había descubierto que con medio litro de gel, o mojándomelo cada media hora podía salir a una fiesta y regresar sin parecer Tina Turner, pero tanto mojar el cabello para que no se esponje, terminó por darme bronquitis, rinitis y demás “itis” y tuve que dejar el gel y el agua, para volver a la contención mecánica de mi rebelde cabello.
Lo peor fue esa vez que a mi novio se le ocurrió la fantasía con los chocolates en la cama, pero con tanto frote, el chocolate se derritió y se me pegó en la cabeza, haciéndome tanas de maní y dulce que no deshicieron en 5 días de lavados continuos con agua, shampoo y medio litro de reacondicionador.
-Mamita, es que tenéis que cortarte el pelo, po!- fue la frase de mi novio, después de dos horas de lavarme el cabello bajo la ducha caliente, como si fuera una especie de mascota lanuda.
Creo que entonces, redescubrí las boinas y los sombreros y me compré de todos los colores, calándomelos hasta los ojos. Porque aunque mi cabello y yo ya éramos compañeros de desgracia, hay cosas en mi que tengo que seguir guardando bajo sombra, para que la gente no ponga el grito en el cielo.