El Dr. Hilaquita era pequeño y del color cobrizo y pómulos levantados que tienen los indios de mi país. Sus ojos alargados y su tez lampiña, eran el sello inconfundible de ser el peruano promedio que busca trabajo de medio tiempo en el exterior. Se había ido del Perú apenas cumplió la mayoría de edad y como decía la leyenda, se había ido a pie, cruzando por Bolivia y trabajando de mesero, barredor y mucamo, para poderse pagar la universidad en Buenos Aires. Nunca entendí porque había elegido un país como Argentina para estudiar la carrera médica, probablemente aquí ya era muy difícil, para alguien de su apellido y condición social hallar una plaza como médico en las facultades de medicina de por aquí. No sé que tan difícil fue para “un cabeza negra” como él abrirse paso en una ciudad como Bs. As. Lo único que sé, es que el tipo había vuelto como médico y se había logrado el respeto de la comunidad por su hablar bondadoso y su don de ayudar a la gente pobre con la poca plata que tenía.
Yo no lo conocía mucho, pero cuando lo apresaron por presunto terrorista, mi familia se agitó bastante y en la ciudad nadie hablaba de otra cosa, que sobre los médicos terrucos apresados. Eran tiempos del Fujimorato y se había emprendido una lucha encarnizada contra el terrorismo, para vengar las muertes de Ayacucho y los atentados de coches bomba que habían incendiado Lima a finales de los ochenta. El gobernante de turno utilizaría una imagen de El Castigador de terroristas, para levantar la imagen alicaída del gobierno inflacionista de García. Ahora se dedicaba a cazar terroristas y el plato principal sería la caída de Guzmán para conseguir carta blanca de la sociedad civil.
Cuando los cazaron a todos, siguieron buscando, hasta hacer desparecer comunistas, dirigentes sindicales, universitarios rebeldes y todo hombre o mujer que pudiera estar contra un gobierno que ya se pintaba como dictatorial desde sus inicios. Entre los muchos desparecidos estaba el Dr. Hilaquita y también lo hubiera estado mi padre de no ser porque supo el soplo de que “los rayas”- como se decían a los policías- andaban tras la pista de todo el que hubiera tenido contacto con la izquierda durante el periodo de gobierno previo.
Esa noche mi viejo fue donde el Dr. Hilaquita a avisarle que se ocultara, porque en la lista de buscados también estaban ellos; pero el doctor no le hizo caso, mas bien lo calmó diciéndole que ser izquierdita en este país de pobres no tenía nada de malo y que él no tenia nada que ocultar para cuando la policía viniera. Mi viejo no pudo convencerlo de esa cabronada que es creer que la policía es la mano de la justicia y esa noche desapareció quien sabe a donde hasta que dejaran de buscar a gente del partido.
Fue la noche que atraparon al Dr. Hilaquita y a otros mas, acusándolos de terrorismo.
No volvimos a saber de él en 5 años más. Eran tiempos de miedo. La gente andaba acusando a medio mundo de ser terrucos, por un pan o por la rebaja de su condena. La colaboración eficaz dio resultados y se había desatado una cacería de brujas, de la que nadie se daba cuenta. El peruano de clase media vivía feliz, comiendo pan con mantequilla y té dulce y aplaudiendo la construcción de nuevas carreteras por todo el país y el nacimiento de colegios que se derrumbaban al primer temblor de tierra.
Si en la infancia yo había tenido miedo de los terroristas que entraban en las casas y ponían bombas en media ciudad, para cuando Fujimori asumió su segundo mandato yo tenía miedo de que por cualquier cosa metieran a mi viejo al bote. O que mas gente allegada a la familia pudiera ser acusada y metida a la cárcel para ser olvidada o asesinada como ocurrió con los jóvenes de la Cantuta. Jóvenes inocentes que ahora eran solo los huesos olvidados a los que la sociedad no alcanzó a hacer justicia.
Cuando 5 años mas tarde el Dr. Hilaquita salió de prisión por ser una condena injusta y no habérsele hallado ningún asidero para su cautiverio por terrorismo en la cárcel de máxima seguridad, sus ojos eran tristes y su caminar pausado. Mi viejo lo invitó a almorzar a casa, pero no hablaba mucho. Yo lo examinaba por todos los costados, jamás había visto a un ex presidiario. Comía poco y hablaba bajo. Habían sido largos años, en que su esposa gastó los zapatos yendo a todos los juzgados y hablando ante los medios de prensa por esa prisión injusta de la que intentaba liberarlo. Su esposa se había hecho famosa por sus zapatos gastados y su trajecito sastre color guinda, en cambio él había salido como un muerto de allí, la gente lo había olvidado como se olvida a un muerto al que no se lloró en su debido momento. Pero ahora estaba de vuelta, con los cabellos encanecidos y la piel pálida.
Cuando a mitad del almuerzo pudo hablar algo, solo habló de las torturas, del frío, de la comida de perros. Por suerte- dijo- yo estaba acostumbrado a vivir como un perro antes de ser médico, solo volvía la frío y al hambre…por eso la dignidad no me la quebraron tanto- sonrió sobriamente- pero hubo otros que casi se volvieron locos. ¿Recuerdas a Germán Caycho el Ingeniero? Mi padre asintió sin mediar palabra. Ese se derrumbó los primeros meses, acusó a medio mundo. Lo volvieron soplón a punte de castigos, lo peor es que acusó a inocentes, como él o como yo. La cárcel te vuelve así- dijo y tomó un sorbo de la gaseosa que ya se había entibiado en su mano. La cárcel vuelve malos a los hombres libres.
Cuando se despidió de mi, la menor de la familia, previos consejos de no confiar jamás en nadie “porque los rayas te buscan desde que estás en la universidad y llegado un gobierno fascista te apresan bajo cualquier cargo”. Me dejó algo trastornada, solo pensaba en cuanto había sufrido ese hombre inocente que contaba como le ponían electricidad en la vulva a las mujeres acusadas de terrorismo o como eran violadas las mas bonitas, como la Garrido Lecca una y otra vez de todas las formas posibles. Esa imagen me dejó estática, yo solo tenía 17 años y esos temas de sobremesa me dejaban sin habla. Pero lo que mas muda me dejaría, fue ver a mi padre llorando abrazado al Dr. Hilaquita al despedirlo. Jamás había visto a dos hombres cincuentones llorar en público con un gemido hondo como de animal herido. Creo que mi viejo había vivido también en prisión esos 5 años que el Dr. Hilaquita estuvo dentro. La tortura, había sido no poder salvarlo, de su propia cojudez de creer en la justicia de “quien no la debe no la teme”.
Ahora en el asiento de la Terminal con los pies ampollados por la larga caminata de todos esos días, pensaba en ese episodio y en como había vivido toda la vida desconfiando de todos como me recomendó el Dr. Hilaquita y sin embargo al conocer a Mariano, no había dudado un instante.
- Laura, ¿estás lista para volver?- me despertó el hombre de la Terminal
- Si, siempre lista- respondí con una sonrisa de última hora.
- ¿En que pensabas? ¿En el chico ese? ¡Vamos! seguro lo encuentran y va a la cárcel por lo que te hizo.
- No, Solo pensaba en los hombres libres que van a prisión sin causa y en los hombres como Mariano que siguen libres a pesar de todo. ¿Me invita un matecito caliente, por favor?