¿Qué harías si te
dijeran que estas a punto de morir? ¿Que no te quedan más que unos días, con
suerte unas semanas antes que todo acabe? ¿Pensarías en terminar tus días trabajando?
¿Seguir haciendo lo que hacías, manteniendo esa indiferencia inútil con la
persona que amabas? ¿Dejarías que el odio consuma todos tus actos? ¿Cambiarías violentamente
el mundo que te rodea?
Soy Manolo
Marchessi y sé que voy a morir desde que tenía 20 años o quizá antes. Me
diagnosticaron de una bomba en la cabeza que los médicos llamaron aneurisma
inoperable y desde ese entonces supe que mi vida no sería como la del
resto de mis amigos. Quise dejar la universidad y dedicarme a escribir o a
vivir de fiesta fugándome con alguna gente rara…en realidad quise dejar muchas
cosas, pero ya que nunca dejaron en claro la hora ni el día de mi muerte y el
dinero empezaba a escasear debí volver a la rutina de la gente común hasta que
la bomba reventara. Aunque nadie sabía cómo ni cuándo sería.
Simplemente me
dijeron que era probable que uno de esos dolores terebrantes que me atacaban
cuando “empezaba a sentir demasiado” se prolongara un día hasta cegarme la
vida. Podía ser ahora o en una década, era imposible saberlo. Por tanto, no podía
dejar de hacer nada de lo usualmente establecido. Ni siquiera mudarme.
Recuerdo que mis
padres se asustaron mucho cuando les dieron las noticia, hubo llanto y durante
algunos meses el luto invadió la casa y a los familiares más cercanos, quienes se acercaban a visitarme y darme
sentidos abrazos o delicados recuerdos. Incluso algunos vecinos ocupaban la
casa a la hora del café para contar historias sobre embrujos y milagros
parecidos. Todo iba sucediendo muy rápido y yo sentía que me iban velando en
vida y de cuerpo presente.
Pasaron así
semanas y luego meses, en que los vecinos dejaron de venir, la familia dejó de
llamar cada día para preguntar como seguía y mis propios padres y hermanos al pasar del tiempo
y al ver que no moría, terminaron también por olvidar el asunto.
El único que no olvidó
fui yo, que sigo esperando que un día, no sé cómo ni cuándo desaparezca de este
mundo sin haber hecho todo lo que debo.
No soy católico,
ni profeso ninguna religión conocida. Mucho menos gusto de las doctrinas de la
naturaleza y la tierra o de las energías reverberantes, como un día me
quisieron instar alguna tribu de fanáticos.
Por tanto, no creo en que haya oportunidad para mí en otra vida, o que regrese
en otro cuerpo para hacer mejor las cosas que ahora. Como dice mi amigo Mark
Buetikofer, el único suizo del que me da orgullo ser amigo, habrá que vivir lo mejor que se pueda para intentar
irse de este mundo con honor.
Me pregunto ¿Dónde
estará el honor? El honor de cada
persona, me refiero. Para Mark está en buscar el origen de las cosas como buen
historiador. El origen de las razas, de las migraciones y el porqué de la
humanidad. Yo no sé en dónde está mi honor. O que debía buscar en el mundo para
recuperarlo.
Desde que tengo
uso de razón había sentido miedo de vivir. El miedo cesó cuando aquél medico de
bata blanca me dijo que mis días estaban contados y que nadie podía hacer nada
al respecto. Es duro oir eso cuando tienes veinte, estaba terminando mi
adolescencia, ni siquiera sabía que era el amor, no estaba seguro de si la
carrera elegida era para mí. No había vivido nada de nada y me decían que me
estaba muriendo, si, que ya en ese momento había empezando a morirme frente a
sus ojos.
No buscamos otros
médicos, no obligué a mis padres a buscar otras opciones más allá de esa
primera clínica, suficiente habían gastado ya. Mi madre no se arrancó los pelos
esperando un milagro, vivimos la noticia con la resignación de lo inevitable. Solo
acababan de decirles que su hijo menor moriría. Un día, algún día y que esto sería
inevitable. Supongo que en ese momento mis padres también vivieron la noticia
con honor y se luto silente de los meses que siguieron, lleno de abrazos
tiernos, no fue sino una demostración de que estaban preparados para los
arrebatos de un destino que nunca les había sido demasiado alegre.
No los obligué a
buscar a otros médicos, santeros ni chamanes, no porque no temiera a la muerte,
sino porque me había cansado de temer a estar vivo. Todo el tiempo, desde que había
sido niño no había hecho más que tiritar bajo las sábanas pensando el momento
en que mis ancianos padres morirían y me dejarían solo al acecho de otras gentes
que no me amarían lo suficiente ni podrían cuidar de mi. Había llegado a la
adolescencia pensando que les sucedería algo a ellos, a la familia, a la gente
a la que amaba. Que en algún momento, me quedaría solo e inerme en un gran
mundo de sombras. Porque era el niño chico, el menor, el rabo de una familia
corta.
Era la primera
vez que me daba cuenta de la extraña posibilidad de que yo podía partir primero
y con ello, a mis escasos veinte años todo un abanico de posibilidades
extraordinarias. ¿Había gente que me extrañaría? ¿Dejaría una huella en el
mundo? ¿Realmente desaparecería para siempre si moría?
¿Cuánto es para
siempre?
Otro miedo más
sutil se comenzó a apoderar de mí, meses
después de recibida la noticia: ¿Dolía la muerte? ¿Había algo más allá? ¿Debía
esperar que ese otro mas allá sea mejor o que yo fuera mejor en el mas allá que
en el mas acá?
Todo ese miedo cesó
al conocer a los amigos que conocí en el camino. Si cada vida es una sola, yo
agradezco que en este corto paso por la vida el haberlos conocido y con eso,
haber rozado un poquito de su sabiduría para poder apreciar la belleza y la alegría
de vivir, incluso hasta el último y mísero minuto que me quede aquí antes de
calzar el pijama de pino, como dice el Comandante.
De mis amigos,
les hablaré mas adelante. De lo que quiero hablarles- aun es larga la noche- es
de ese momento en que comprendí que no valía la pena vivir con miedos,
postergando las decisiones para otra vida en que me salieran mejor las cosas,
donde hubiera no solo una sino varias oportunidades de equivocarse.
Yo, solo tengo
una vida y es esta. No puedo darme el lujo de guardarme un abrazo, un te
quiero o una confesión de verdad.
Para mí no hay, ni ha habido jamás tiempo. No hay tiempo de esperar a
que decidan volver a hablarme, que den el primer paso en una discusión tonta,
de volver a trabajar tras una ruma de papeles ni hacer mas planos de casas en
las que no viviré. Soy un nómade y un loco.
He acabado una profesión
y una maestría y todo el tiempo he pensado:
No es la gran cosa, puedo dejarlos en cualquier momento, puedo renunciar e irme
de viaje, porque son cosas que en
realidad no importan para mi futuro inmediato. Porque mi único futuro
inmediato es ser feliz y aun no encuentro la formula de cómo serlo, excepto moviéndome
de un lugar para otro hallando personas como a Mark o al Vasco o al mejor de
todos el Comandante, que han dado un poco mas de sentido a esta de por si
triste existencia.
He dicho en cada
uno de los trabajos que he empezado: No duraré aquí el tiempo suficiente, renunciaré
o moriré, lo que pase antes…pero nunca ocurre. Soy de esas personas, que quizá por
mi raza, podemos soportar intensos dolores por largos periodos, esperando un
dolor aun más fuerte. Yo sigo esperando. Porque en realidad ya no tengo miedo
de vivir, pero no sé en qué momento preciso he empezado a hacerlo.
Mi nombre es Manolo
Marchessi y si gustan, en las próximas paginas pasare a contarles un poco de mi
vida, que yo la siento larga, larguísima y sin embargo solo me ha tomado 32 años
llevarla a cabo. ¡Treinta y dos años! ¡Qué digo! El doctor que me diagnosticó
se hubiera muerto si le decía que viví casi una década más desde que acudí a su
consulta quejándome de aquellos terribles dolores de cabeza y esos sueños
hiperreales.
A veces siento
que he vivido más vidas de las que cuenta la cronología desde mi nacimiento. He
vivido una a una vidas anidadas en sueños cada vez más intensos, que al llegar
el día he intentado llevarlos a cabo de la forma que sea, viajando a países en
donde no creí posible y conociendo a gente que mi sencilla vida de ingeniero jamás
me lo hubiera permitido. Sé que esta parte de mi vida, la onírica, es algo que
el Comandante jamás entenderá como cierta y por eso suelo callarla, para no
despertar su mirada entre piadosa y divertida. Sé que piensa que es parte de mi
exquisita sensibilidad para todo- sabores, olores y sonidos-una sensibilidad
derivada probablemente de las inervaciones de mi aneurisma cerebral que me ha
terminado por convertir en un receptor de sensaciones y recuerdos. Esa masa pulsátil
con su sonido de muerte haciendo tic tac en mi cabeza le ha dado todo el
sentido de vida ausente hasta ese momento a mi pobre existencia.
*Extracto de Cinco Cuentos sobre la Muerte.
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