“No me da miedo
el volar, me da miedo el lanzarme al vacio”- me dijo. Era una confesión
bastante seria la que me hacía en ese momento. Yo asentí con la cabeza y me quedé
callada, solidarizándome con su miedo. En ese momento de silencio, yo sentí
miedo también. Pude sentir su vértigo, la boca seca, su nuca erizada, su
espalda cubierta por sudor frio. Por un momento cedí a la gravedad de su miedo
y abandoné esa valentía que te da la ignorancia, dejándome sentir tan frágil como ella.
Encaramada en esa
rama, su cuerpo delgado y pálido parecía el de un ave que acaba de nacer. Los
faldones de su blusa blanca, se levantaron por el viento y ella los bajo
rápidamente dejando un rastro húmedo en su ropa impecable. Yo la contemplé sin decir nada, la verdad yo
también tenía miedo. Tuve miedo y duda desde que partimos. Me aferraba al viejo
árbol como si de él dependiera mi vida. Odiaba estar ahí, el dolor, el viento
helado, su fragilidad y mi torpeza para trepar.
-Bajemos ya- intenté
decir…intenté confesar que yo también tenía miedo, pero no pude. Ella se lanzó
cabeza abajo hasta hallar el rio azul que parecía cielo y yo me quede allí sin
atreverme a gritar ni mover un músculo. Por un instante eterno vi su cuerpo
flotar en el aire, como un pájaro que intenta su primer vuelo, toda ella
tornarse una pluma. La vi flotar, caer, gritar agitando los brazos…por unos
segundos, antes de empapar mi uniforme escolar con tibia orina, yo también pude
creer que ella era la chica que volaba.
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