martes, octubre 28, 2008

Coloquios del Mundo Interno

Hoy escribiré sobre mí.

Escribiré sobre mí, porque es domingo y necesito hacerlo. Porque hoy siento la casa, mi casa, más inestable que de costumbre. Porque tengo miedo y rabia. Por eso escribiré sobre mí.
Es la primera vez que escribo sin música, en realidad es la primera vez que estoy en casa sin música, algo aterrador para mí. Yo que me muevo por la vida con música, como se mueve el pez por una corriente submarina, navegando sin mirar a los costados; como se puede trasladar mi cardumen de pensamientos de un lugar a otro de esta ciudad gris o a cualquier otra ciudad a la que intente escaparme. Mi vida es la música; sin ella me siento, huérfana, paralizada por el pánico de oír mis propios pensamientos, mis propias palabras fluyendo de mi y desencajándolo todo. Todo lo que por pequeños momentos de eternidad a veces alcanza la armonía de lo indecible.

No necesito de audífonos o un walkman ( vaya palabrita vieja!)Para hacerlo. La música vive en mí. La gente cuando me ve, piensa que llevo alguna especie de audífono oculto tras mi cabello de borrego. Que tengo un circuito instalado en mis oídos que me hace tatararear canciones incomprensibles o silbar mientras hago algún procedimiento. Pero no. Es solo la música que enciendo en mi cerebro cada que despierto, una música muy alta que me ayuda a permanecer sorda a mis pensamientos, necesidades, elucubraciones de mi pasado o futuro. Que me ayuda a estar en calma.

Hoy sin embargo, estoy en silencio. No podría aguantar una nota musical mas, así como no podría resistir otro cigarrillo mas, otra pastilla mas, otra cosa que me recuerde a anoche, un anoche que para mi aun no termina. Es domingo, estoy cansada. Llevo 48 horas sin dormir o más bien dormir tranquila. La primera noche de mis 48 horas insomne, porque estaba de guardia en el hospital, la segunda, porque intentaba una sesión amorosa, que de amor no tuvo mucho.
Esas han sido mis 48 horas sin sueño. Estoy agotada y sin embargo, no puedo dormir. Veo mi cara reflejada en la pantalla del computador mientras enciende y puedo delimitar mi rostro, mas desolado que ningún día. Debo estar en un bajón, pues me siento fea. Feísima, parecida a un elefante con mi enorme nariz y mis ojeras violáceas. Los ojos tristes, tristísimos, mirándome, desde otra dimensión, mi boca seca, destrozada por los intentos infructuosos de besarlo por encima de toda esa barba áspera y a medio crecer. Para conseguir en ese beso una verdad que busco casi a tientas: ¿Me quiere? O peor aun ¿Yo lo quiero a él?
……


He dicho que me siento fea, tal vez es mentira. En el fondo me gusta tener la cara de elefante, un rostro diferente al resto. Me siento un inmigrante en mi propia “casa”. ¡Vaya significado! Cuando me refiero a mi casa, hablo de mi cuerpo, de esta casa de 3 pisos y azotea, que acaba de ser removida por un terremoto, un ciclón, descoyuntada de su terreno sereno y acogedor de desinterés por el mundo cotidiano. Mi casa que ha sido detonada y ahora estoy yo, parada en la azotea, mirando cómo se avecinan tormentas que ya conozco y de las que ignoro si volveré a salir viva. Tormentas de pensamientos depresivos. Tormentas de inseguridad, de miedo, como hace casi un mes no sentía.

Mi casa de derrumba igual que en el sueño, ese sueño de cuando yo era la Pitonisa de mi casa. De esas épocas en que las migrañas eran tan intensas y frecuentes que pensaba que moriría pronto de un aneurisma fulminante- mi vista enceguecida por ríos de sangre cerebral, mi cuerpo rígido cayendo al suelo en completa soledad, en una de las muertes más patéticas que pueda imaginar.
Esas migrañas horribles que solo antecedían a esos sueños reveladores que mi hermana llamaba: “Los sueños pitonisos”. Y es que así parecían serlo. Sino como explicar la forma en que mi mente se adelantaba a todo lo que sucedería? ¿El terremoto en Arequipa? ¿El despido y posterior caída en jodas de mi cuñado? Una situación improbabilísima, siendo hijo de quién era y luego, La separación de mi hermana mayor?
Precisamente con ella soñaría esa noche, después de la migraña. A ella, bajo una lluvia negra mirando al horizonte, en la azotea de una casa destruida. Muy simbólico todo. Muy aterrador. Lo que jamás fue simbólico en esa época, fue mi desasosiego al despertar, esa sensación de malestar los días siguientes y finalmente, ese episodio familiar violento, de rescatar a mi hermana de la casi prisión en que vivía con el psiquiátrico de su ex marido. Toda esa destrucción, todo ese dolor, esa lluvia negra…Yo ya la había vivido antes, por eso no me inmuté cuando me enteré de la desgracia.
En este momento pienso ilusamente, que alguien al otro lado del mundo ha soñado igual sobre mí anoche. Me ha visto en esa misma azotea, sin moverme, aferrada a un edificio hecho pedazos. Mi alma. Mi casa volviendo al caos. Alguien se ha antecedido a mi dolor, como yo aquella noche. Probablemente como yo, también viva en el desasosiego de conocer el futuro sin poder cambiarle ni un ápice.
…….


Tengo náuseas. He tenido náuseas desde ayer cuando empezó la migraña, cuando él encendió una a uno cigarrillos que no me atreví a pedirle que apagara. Porque soy así, no quiero limitarlo y me limito yo. ¡Vaya estúpida! Merezco que me quieran poco.
He tenido náuseas mientras mi cabeza se reventaba, mientras el cuarto perdía oxígeno y mi cerebro boqueaba en la hipoxia de compresión y complicidad. He tenido náuseas de oír todas sus historias sobre extraterrestres, en su vano intento por conseguir una sonrisa en mi rostro. Náuseas cuando oía sus teorías espirituales, su forma de hablar tomando como norte los libros de autoayuda. ¡Mierda! Que diferentes somos, he pensado. Que diametralmente opuestos. Algo que en un inicio me fascinaba y ahora solo me genera disconfort. Algo parecido a la náusea.
Me pregunta por qué estoy con él. Trato de responderme yo misma.
- Por la paz que me das- alcanzo a decir. Eso ha sido verdad al inicio, pero creo que ya no tanto. Ayer no he tenido paz, ni sosiego, ni la armonía usual de cuando hablamos de todo un poco. Ayer me he sentido sola, en esa cama revuelta, sola con mis pensamientos mas lúgubres, sola y muerta en vida, oyendo de lejos ese CD que finalmente logré que le agradara y que hoy detesto con toda mi alma.
Sola porque supe que nunca entendería. Que jamás me diría un te quiero. Porque supe que si oía una opinión más acerca de lo que debería aprender de mis experiencias dolorosas para no vivirlas de nuevo en la próxima vida, si oía un solo pensamiento positivo más en ese mi lecho de dolor, probablemente lo mataría.

…..


Es domingo, tengo los dos celulares pagados, la música apagada, las ventanas abiertas y siento mucho frío. Intento que se ventile la casa, de olor a nicotina y humedad. Que se despeje ese olor que solía agradarme. Yo que he pasado mi existencia de la mano de fumadores, yo que voy por la calle persiguiendo el aroma de un buen cigarro, solo por evocar la nostalgia de mis años de infancia, viendo a mi viejo y abuelo fumar en una nube densa de tabaco y alquitrán por la noche mientras yo experimentaba mis primeras jaquecas.
Mi viejo, mi mejor amiga, Claudio y ahora él, fumadores empedernidos. Víctimas y héroes de la nicotina. Ese vicio melancólico que me los hace ver en otra dimensión. Una dimensión para fumadores, en donde la vida parece que no doliera tanto.
Yo comparto su vicio, sin encender uno solo. Detesto fumar, pero me agrada ese olor, o ese sabor que rezuma de la boca de un fumador, de su ropa, de sus maneras fantasmales de hablar, moviendo las manos, achinando los ojos, transformándose en un ser luminoso al otro lado del cigarrillo, un pequeño instrumento de placer que se los va fumando enteritos, de pies a cabeza.
……..

Mi viejo. ¡Vaya he vuelto a mencionarlo! llevo 48 horas con mi viejo dentro de la cabeza, sintiéndome culpable de su futura muerte.
Así empezó mi sábado malo. Almorzando con mi colega y reciente amigo M. y hablando con frialdad sobre mi padre. Sobre los pocos meses que le quedan, como si fuera un diagnóstico fácil de dar y una noticia fácil de asumir. Fingiendo no sentir nada, mientras oigo la palabra muerte y padre en la misma oración.
- Pero tú ya lo sabes- me dice M.
Claro, lo sé, sé el pronóstico en un diabético, hipertenso, fumador y gordo como mi padre. Menos vida que un cáncer, eso le queda y yo ya lo sé, pero no puedo hacer nada. Porque el viejo no quiere cambiar y yo no pongo ahínco en “hacer su vida más miserable” como le llama él, a insistirle en comer menos.
- Ya dejé el cigarro, no me pidas que deje el pan- me dice. Y yo no insisto, porque a lo mejor soy mal médico, una mala hija. Que no quiere insistir y obligar a mi padre a que adquiera un sorbo de salud. Porque me da una dolorosa ternura verlo comer sus 3 panes en el desayuno y guardarse unos cuantos mas, para tarde cuando nadie lo ve y devorarlos rápido, con la angustia y el placer de lo que se sabe prohibido
Yo no le insisto porque en el fondo creo que es mejor vivir a su modo y morir a su modo. Pero¡ carajo! ¿Qué sería de nosotras- de mí particularmente- sin mi viejo?
No puedo ni imaginar la vida sin él, me da pánico perderlo. Por mi culpa, por su culpa. Por esa cortesía idiota de no decirle que si sigue con esas huevadas de no asumir su enfermedad, se va morir carajo! Se va a morir o de un infarto o de un derrame, como sus hermanos, como su madre, como toda esa maldita rama familiar suya, siempre dados a la buena vida, al buen comer, a la ignorancia de saberse mortales y finitos.

Trato de no insistir ni juzgarlo. Lo dejo ser, dejo que se muera. Y eso me llena de culpa. De dolor. De miseria moral.
Mierda! No puedo llorar, para terminar con esto. Solo una lágrima, acabaría con esta sensación de vacío y opresión que me inunda el pecho. Una lágrima tan solo, que se me niega a los ojos tal vez porque ya me he secado.

….


No insisto con mi padre, como no insisto con él. Lo dejo ser, pues. Dejo que se muera lentamente fumando sus cigarrillos a mi lado y muriéndome con él. Mis pobres células expuestas a la maldita nicotina una década más. Porque lo beso y recuerdo a mi padre y a Claudio y a todos mis momentos felices relacionados a ese olor. Incluyendo mis primeras escapadas de clase, para hablar con los pastrulos de la gente de la academia, esos tipos que fumaban hasta marchitarse los puchos. Esos tipos que yo pensé eran gente especial…Como yo.
Y de eso también es responsable mi viejo. De hacerme creer que era especial y única. De hacerme creer que lo podía todo. Pero no es cierto. Me siento tan inútil ahora, con cuentos a medio terminar y una especialidad en la que nadie entiende porque me metí. Que podría pegarme un tiro, solo para sentir mi utilidad en alguna cosa. Una sensación diferente a este vacío que jode mi domingo, el único día de paz con el que cuento a la semana.
…..

Él me juzga, continuamente. Una costumbre que era exclusividad mía, pero ahora la explota él. Me juzga con pequeñas frases, sonrisas, opiniones. Me enferma eso.
Ayer por ejemplo, he tardado casi 15 años en sacar de mi lo que pasó en secundaria sin llorar. Lo he sacado delante suyo, tranquilamente, sin dramas, porque ya maduré, ya puedo contarlo sin buscar culpables. Sin culparme a mí.
Y claro! A los pocos minutos, la opinión, el juzgamiento. Su obligación de sacarle la moraleja a cualquiera de mis cuentos. De decir, que mi karma es salvar a algún otro loser como yo, para que no sufra como yo, para pagar mi deuda de aprendizaje con la vida.
Mierda! ¿Ya no tengo suficientes cadáveres a mis espaldas que también debo cargar con las huevadas de otros?¿Acaso pretende que sea un gurú, que enseñe lo que yo aprendí?
Cada quien debe saldar sus muertos como pueda. No soy una heroína, ni una maestra. Si el débil quiere morir como débil, es su problema. Es la ley de selección de la especie. Mala suerte.
…..


¿Por qué la gente no escucha? Mientras una termina de hablar ya hay alguien formulando una opinión, un comentario, una huevada que decir, que los haga sentir importantes y sabios. Entonces la segunda mitad de lo que yo diga, cae a un terreno baldío de su memoria y empiezan a picotear y juzgar. Supuestamente para mi bien.
El silencio es una virtud. Se lo he intentado enseñar a Edem, pero el tipo es duro como una tapia. No entiende el punto. El punto de que quedarse en silencio, ya es toda una valentía, es vencer a ese demonio venenoso que es nuestra propia lengua, esa que lincha, mientras trata de ayudar. Vencer esa aptitud que tenemos los seres humanos de emitir una opinión sobre la vida de otras personas. Esa cosa que nos mantiene ruidosos comentando la vida de los demás, ese ruido que evita que nos escuchemos a nosotros mismos. Ese ruido horrible, de voces que no se definen, que no permiten la introspección ni la comprensión de nada. Locos por opinar, por emitir un juicio. Por dejar una huella de su propio ego.
Yo adopté como mi ruido a la música. Trato con ella de amordazar los demonios que pueblan “mi casa”, mi espacio. Mi ciudad. Porque la verdad, yo soy tan cobarde como cualquiera y me da pánico oírme. Oír mis pensamientos acusatorios, depresivos, como los de hoy. Me da miedo oírme, tanto como verme al espejo y sentirme fea. Por eso antes opinaba y juzgaba y creía que mi verdad, era la verdad del universo, entonces la emitía y me sentía tranquila acabado ese prurito de opinar.

Hasta que conocí el silencio, una joya de la que trato infructuosamente de apoderarme. Pero nada. El silencio solo lo consiguen los valientes, los que logran acallar ese tropel de palabras de consuelo, de cuando uno les confiesa sus miserias. Los valientes, algo que aun no soy, que pueden simplemente oír y estar allí para ti, hasta que pase la tormenta.

Yo ya no quiero hablar de los demás, porque terminaré juzgando y empezará de nuevo todo. Prefiero hablar de mí misma, destruirme si es preciso. Flagelarme un poco, para sacar este dolor intenso afuera. Este dolor culposo, de hacer sufrir a la gente que quiero, de ver morir lentamente a la gente que quiero, de ser médico y no hacer nada por nadie. De ser un maldito parásito del mundo, que no le aporta nada, excepto textos insípidos de dolor y culpa.
No quiero hablar ni juzgar mas a nadie por eso termino hablando de mi misma. Por eso este blog, por eso todo.

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