Yo no soy bautizada y mi curiosidad máxima es saber a que sabe una hostia. Mi madre me dijo que si tanta curiosidad tenía podía ir donde las monjas a que me dieran una de esas hostias sin bendecir, peor yo no quise. Lo que en verdad quiero saber es a que sabe una hostia en ese momento después de confesarse, que se siente hacer cola ante un cura al que por un breve instante dejas de considerar como el último gusano de la tierra y muy por el contrario sientes que es el gran embajador del perdón, quisiera saber como se siente quedarse calladito en la misa, con la hostia disolviéndose en la lengua como algún bocado divino, que te va limpiando por dentro.
Mi padre hijo de una familia ultra católica, estaba convencido de que por mas bueno que sea el pan no era justo obligar a comértelo y que a nadie lo podían obligar a ser católico, si esa era una decisión que parte de uno; con este pensamiento basado en la democracia que llevaba como bandera siempre, decidió bautizar a sus tres hijos mayores solo si ellos lo pedían y cuando hubieran alcanzado la edad en que los sesos dejan estar dentro de un cráneo con fontanelas sin cerrar, blando y amoldado a las creencias de los padres.
Crecidos los niños ( o debería llamar engendros y obstáculos de la vida? ) y alcanzada esa edad puberal en que los sesos se amoldan mas bien, a las creencias de los amigos y los maestros de la escuela, pidieron ser bautizados. Yo apenas si era un amasijo de carne y cabellos chascosos que comía caramelos con los cachetes llenos, así que por suerte no me exorcizaron- digo, bautizaron a mi también. Fue una hermosa ceremonia en que un cura con ojeras de elefante, miraba reprobatoriamente la tardanza de mis padres en “acercar a los niños al reino de Dios”. Claro, el cura que parecía sacado de film hindú ignoraba que en esa familia y dentro del mismo templo aun había un pequeño demonio sin bautizar mascando su chupetín rojo, ajena a esas vainas de agua bendita y flores de azar.
Tiempo después mi hermana La Achilenada vino con sus manías de hippie a reclamarle iracunda a mis padres por haberlas bautizado de católicas a los 13 años, si a esa edad vivían atemorizadas por las monjas del colegio.
¡¿Pero si tu misma me lo pediste y hasta lloraste insistiendo por el bautismo?! -Gritó mi padre al borde del infarto.
“Claaaro y desde cuando una niña sabe lo que le conviene! Eh?”- respondió mi hermana con mofa.
Mi padre se quedó frío ante esa respuesta acompañada por la cara de palo de mi hermana ya adulta ( el pobre ignoraba que de esas respuestas tendría a montones el resto de la vida ). Al parecer toda su filosofía de familia democráticamente organizada se venía abajo; pero como mi padre es terco, a los dos días se topó conmigo y mi triciclo destartalado dando vueltas por el patio, persiguiendo alguna libélula desprevenida.
- ¡A ti solo te bautizamos cumplidos los 18, así que nada de insistir antes! porque según tu hermana a los 13 ustedes aun siguen mulas!- y siguió pintando su nuevo tablero de ajedrez.
Yo abrí los ojos bien grandes y me quedé callada, acababa de ver una libélula quietecita detrás de su cabeza y la quería para mi frasco.
A mi no me interesaban los asuntos del bautismo, porque ya me daba hasta vergüenza pedir ser bautizada a los 8 años y entrar caminando a mi propio bautismo, eso si hubiera sido abochornante. Yo había resuelto que el día que me casara me harían todos los sacramentos juntos, cosa que así me borraban el pecado original y de paso todos los pecadillos que planeaba acumular hasta mis 30- que era la edad en que planeaba entrar de blanco a la Iglesia. Yo estaba muy feliz pensando que podría comerme todas las golosinas sin tener que compartirlas, cortarle el cabello a la Barbie de de mi prima la petulante y romper las ventanas del vecino, con afán pederasta que me molestaba cada vez que salía a comprar. Así que el bautismo retrasado significaba para mi un periodo de gracia con carta blanca, para poder disfrutar de lo que los otros llamaban injustamente “pecado”.
Me cuidé bien de no terminar en el colegio de monjas de mis hermanas, porque tenía temor a esos cuervos con hábito que hacían rezar de rodillas afuera de la clase; pero llegada la adolescencia me hacía sentir diferente que todas mis amigas ya hubieran pasado por los tormentos de los 3 sacramentos y yo aun seguía “Morita”. Claro, había aprendido a superar ese miedo que me inculcaba la abuela, de que los Moritos no van al cielo si me mueren, porque en el fondo yo si quería morirme y andar paseando como fantasma por toda la casa y jalarle las patas en las noches, a aquellos que decían que no iba a lograr ser nunca un angelito en el cielo.
Además eso de terminar en “el limbo”, me sonaba a invitación para ir a una sala con ecos en donde podría jugar largamente, sin que ningún barbón con túnica blanca y arpa arrosquetada, me instara a portarme bien, o a tener que leer esas historias en donde la gente mataba a sus hijos par ser fiel a un tal tío Yavé que andaba desparramando plagas o convirtiendo en estatuas de sal, cada vez que le daba la chiripiolca contra sus mascotas bípedas “hechos a su imagen y semejanza”.
Un día se infiltró una monja argentina al colegio, tenía los ojos celestes mas lindos que había visto y cuando cantaba, una voz de verdadero ángel; pero apenas se le acabó la sonrisa y las anécdotas de que llegada al Perú, todos los “cholitos” le decían “jelou, uan dolar” pensando que era gringa americana y con plata; le salió el discurso usual que me mantuvo atemorizada los 5 años de secundaria, de que a aquellas que no se habían confirmado “irían al infierno a sentir el rechinar de dientes de los pecadores”. Así que media clase aterrorizada por esa imagen de desgastar el esmalte dental a punta de tormentos donde “el tío Sata”, se terminó de confirmar en la fe de Cristo a los 16 años; mientras yo, tenía pesadillas con diablos de ojos azules que me invitaban a bailar tango en los fuegos eternos con el ritmo de dentelladas al aire.
Ya en la universidad, el paraíso para los que se dicen agnósticos por una cuestión fashion, mi novio me contó que en su colegio los hacían tener retiros de 2 días, cada cierto tiempo para reflexionar sobre sus pecados. Yo pegué el grito en el cielo ¿Qué pecados se tiene a los 12 años? Probablemente sentir que odias tus padres, ganas de masturbarte a diario y haberte fumado un cigarro a escondidas. No entendía porque eso tenía que hacer sentir culpable a un niño.
Eso confirmó mi odio a la intolerancia de los curas y sus normas desfasadas; aunque, siempre me quedó la curiosidad de que se sentía el confesarse ante alguien y ser tan inocente de creer que al sacar esas culpas fuera de ti eras perdonado y eras absuelto hasta el día que volvieras a meter la pata.
A veces yo quisiera confesarme y que me den una penitencia muy grande a cumplir para luego sentirme libre de toda culpa o remordimiento; pero es inútil, creo que una necesita perdonarse a si misma para poder vivir a gusto, no importa a quien se lo digas, lo necesario es saber que tus errores son absueltos en tu propio corazón.
De pequeña yo tenía una amigo imaginario, lo vi en un cuadrito que se quedó colgando en el cuarto de mis hermanas. Me cayó bien el tipo porque se veía flaco, barbudo y pelucón como John Lennon. Me dijeron que era Jesús, pero yo no les creí, porque para mi el tal Jesús andaba siempre crucificado y en shock por la tremenda zarandeada de los romanos y sus costumbres de matarifes. Ese Jesús crucificado me daba cierto miedo, ese si tenía cara de venir a jalarme de las patas si no me bautizaba.
En la pintura el joven de rostro sereno tocaba una puerta y yo me imaginé que era la mía, porque a esa edad yo me sentía bastante sola y ni asi cantara Arroz con leche, nadie tocaba mi puerta para ir a jugar. Así que lo volví mi mejor amigo y le contaba esas cosas que me hacían sufrir por solo pensarlas. Aprendí a ir a la raíz del problema y buscar siempre la razón detrás de cada sensación dolorosa que me oprimía el pecho antes de dormir y que no podía entender.
El tipo me enseñó a perdonarme solita y sin probar hostias, porque en esta vida me decía, “no existen personas buenas ni personas malas, solo circunstancias”. Y como yo era niña le creí.
Mi padre hijo de una familia ultra católica, estaba convencido de que por mas bueno que sea el pan no era justo obligar a comértelo y que a nadie lo podían obligar a ser católico, si esa era una decisión que parte de uno; con este pensamiento basado en la democracia que llevaba como bandera siempre, decidió bautizar a sus tres hijos mayores solo si ellos lo pedían y cuando hubieran alcanzado la edad en que los sesos dejan estar dentro de un cráneo con fontanelas sin cerrar, blando y amoldado a las creencias de los padres.
Crecidos los niños ( o debería llamar engendros y obstáculos de la vida? ) y alcanzada esa edad puberal en que los sesos se amoldan mas bien, a las creencias de los amigos y los maestros de la escuela, pidieron ser bautizados. Yo apenas si era un amasijo de carne y cabellos chascosos que comía caramelos con los cachetes llenos, así que por suerte no me exorcizaron- digo, bautizaron a mi también. Fue una hermosa ceremonia en que un cura con ojeras de elefante, miraba reprobatoriamente la tardanza de mis padres en “acercar a los niños al reino de Dios”. Claro, el cura que parecía sacado de film hindú ignoraba que en esa familia y dentro del mismo templo aun había un pequeño demonio sin bautizar mascando su chupetín rojo, ajena a esas vainas de agua bendita y flores de azar.
Tiempo después mi hermana La Achilenada vino con sus manías de hippie a reclamarle iracunda a mis padres por haberlas bautizado de católicas a los 13 años, si a esa edad vivían atemorizadas por las monjas del colegio.
¡¿Pero si tu misma me lo pediste y hasta lloraste insistiendo por el bautismo?! -Gritó mi padre al borde del infarto.
“Claaaro y desde cuando una niña sabe lo que le conviene! Eh?”- respondió mi hermana con mofa.
Mi padre se quedó frío ante esa respuesta acompañada por la cara de palo de mi hermana ya adulta ( el pobre ignoraba que de esas respuestas tendría a montones el resto de la vida ). Al parecer toda su filosofía de familia democráticamente organizada se venía abajo; pero como mi padre es terco, a los dos días se topó conmigo y mi triciclo destartalado dando vueltas por el patio, persiguiendo alguna libélula desprevenida.
- ¡A ti solo te bautizamos cumplidos los 18, así que nada de insistir antes! porque según tu hermana a los 13 ustedes aun siguen mulas!- y siguió pintando su nuevo tablero de ajedrez.
Yo abrí los ojos bien grandes y me quedé callada, acababa de ver una libélula quietecita detrás de su cabeza y la quería para mi frasco.
A mi no me interesaban los asuntos del bautismo, porque ya me daba hasta vergüenza pedir ser bautizada a los 8 años y entrar caminando a mi propio bautismo, eso si hubiera sido abochornante. Yo había resuelto que el día que me casara me harían todos los sacramentos juntos, cosa que así me borraban el pecado original y de paso todos los pecadillos que planeaba acumular hasta mis 30- que era la edad en que planeaba entrar de blanco a la Iglesia. Yo estaba muy feliz pensando que podría comerme todas las golosinas sin tener que compartirlas, cortarle el cabello a la Barbie de de mi prima la petulante y romper las ventanas del vecino, con afán pederasta que me molestaba cada vez que salía a comprar. Así que el bautismo retrasado significaba para mi un periodo de gracia con carta blanca, para poder disfrutar de lo que los otros llamaban injustamente “pecado”.
Me cuidé bien de no terminar en el colegio de monjas de mis hermanas, porque tenía temor a esos cuervos con hábito que hacían rezar de rodillas afuera de la clase; pero llegada la adolescencia me hacía sentir diferente que todas mis amigas ya hubieran pasado por los tormentos de los 3 sacramentos y yo aun seguía “Morita”. Claro, había aprendido a superar ese miedo que me inculcaba la abuela, de que los Moritos no van al cielo si me mueren, porque en el fondo yo si quería morirme y andar paseando como fantasma por toda la casa y jalarle las patas en las noches, a aquellos que decían que no iba a lograr ser nunca un angelito en el cielo.
Además eso de terminar en “el limbo”, me sonaba a invitación para ir a una sala con ecos en donde podría jugar largamente, sin que ningún barbón con túnica blanca y arpa arrosquetada, me instara a portarme bien, o a tener que leer esas historias en donde la gente mataba a sus hijos par ser fiel a un tal tío Yavé que andaba desparramando plagas o convirtiendo en estatuas de sal, cada vez que le daba la chiripiolca contra sus mascotas bípedas “hechos a su imagen y semejanza”.
Un día se infiltró una monja argentina al colegio, tenía los ojos celestes mas lindos que había visto y cuando cantaba, una voz de verdadero ángel; pero apenas se le acabó la sonrisa y las anécdotas de que llegada al Perú, todos los “cholitos” le decían “jelou, uan dolar” pensando que era gringa americana y con plata; le salió el discurso usual que me mantuvo atemorizada los 5 años de secundaria, de que a aquellas que no se habían confirmado “irían al infierno a sentir el rechinar de dientes de los pecadores”. Así que media clase aterrorizada por esa imagen de desgastar el esmalte dental a punta de tormentos donde “el tío Sata”, se terminó de confirmar en la fe de Cristo a los 16 años; mientras yo, tenía pesadillas con diablos de ojos azules que me invitaban a bailar tango en los fuegos eternos con el ritmo de dentelladas al aire.
Ya en la universidad, el paraíso para los que se dicen agnósticos por una cuestión fashion, mi novio me contó que en su colegio los hacían tener retiros de 2 días, cada cierto tiempo para reflexionar sobre sus pecados. Yo pegué el grito en el cielo ¿Qué pecados se tiene a los 12 años? Probablemente sentir que odias tus padres, ganas de masturbarte a diario y haberte fumado un cigarro a escondidas. No entendía porque eso tenía que hacer sentir culpable a un niño.
Eso confirmó mi odio a la intolerancia de los curas y sus normas desfasadas; aunque, siempre me quedó la curiosidad de que se sentía el confesarse ante alguien y ser tan inocente de creer que al sacar esas culpas fuera de ti eras perdonado y eras absuelto hasta el día que volvieras a meter la pata.
A veces yo quisiera confesarme y que me den una penitencia muy grande a cumplir para luego sentirme libre de toda culpa o remordimiento; pero es inútil, creo que una necesita perdonarse a si misma para poder vivir a gusto, no importa a quien se lo digas, lo necesario es saber que tus errores son absueltos en tu propio corazón.
De pequeña yo tenía una amigo imaginario, lo vi en un cuadrito que se quedó colgando en el cuarto de mis hermanas. Me cayó bien el tipo porque se veía flaco, barbudo y pelucón como John Lennon. Me dijeron que era Jesús, pero yo no les creí, porque para mi el tal Jesús andaba siempre crucificado y en shock por la tremenda zarandeada de los romanos y sus costumbres de matarifes. Ese Jesús crucificado me daba cierto miedo, ese si tenía cara de venir a jalarme de las patas si no me bautizaba.
En la pintura el joven de rostro sereno tocaba una puerta y yo me imaginé que era la mía, porque a esa edad yo me sentía bastante sola y ni asi cantara Arroz con leche, nadie tocaba mi puerta para ir a jugar. Así que lo volví mi mejor amigo y le contaba esas cosas que me hacían sufrir por solo pensarlas. Aprendí a ir a la raíz del problema y buscar siempre la razón detrás de cada sensación dolorosa que me oprimía el pecho antes de dormir y que no podía entender.
El tipo me enseñó a perdonarme solita y sin probar hostias, porque en esta vida me decía, “no existen personas buenas ni personas malas, solo circunstancias”. Y como yo era niña le creí.