Al caer la tarde el cielo en la costa me pareció del mismo color tornasol que la primera vez que me despedí de Sao Paulo creyendo que podría volver cada vez que quisiera. Allí había crecido como persona, por dentro. Fueron horas de conversaciones sobre la vida, pegados a una cerveza y a pizza barata. Entonces el olor paulista se me quedaría para siempre en la nariz, porque por aquellos días sentí esa ciudad como un invernadero gigante que me hacía florecer por dentro.
Esta tarde en Lima al comprobar que el verano se había ido para siempre y que ahora necesitaba vestirme para poder fumar en el balcón aguzando la vista en busca de los parapentes de colores sentí en medio de una lágrima que se coagulaba con el viento, que era el mismo cielo de aquella vez y que una nunca deja de crecer. Se marchitan algunas hojas y flores, el camino hacia el corazón se llena de espinas, pero siempre hay nuevos frutos por recoger.
Acababa de despedirme de el, pero sabía que no le haría un cuento como le había bromeado días atrás. “Yo siempre escribo un cuento de las parejas de las que me despido”. Me pidió que no lo describiera como un cretino, quizá no se dio cuenta que acababa de referirme a el como pareja. En realidad habían sido 40 días y 40 noches de una dupla que necesitaba contarse todo. El se había vuelto un libro abierto y me dejaba leerlo. Qué lujo pensaba yo, mientras trataba de no interesarme, de no poner demasiado corazón. De que me gustara menos a medida que mas sabía.
A menudo las mujeres nos enamoramos así, pero yo ya me sabía el camino y no comería de ese pastel tan apetitoso. El hombre guapo, inteligente y conflictuado, solía ser un coctel molotov en el corazón de cualquier mujer con una pizca de sensibilidad y ganas de observación. Y yo ya no tenía tiempo para eso. He pasado la edad en que ofrezco mi cabeza gratuitamente a la guillotina. Pero ahí estaba el, día a día para mí. Mezclando sus conflictos con los míos. Creyendo en el amor, queriendo entregarse. Una versión masculina mía, casi mi alma gemela.
Ha sido duro decir adiós. La verdad no lo he dicho. He salido de puntillas de esa habitación deseándole suerte en lo que se proponga hacer. Deseándole suerte en el amor que tiene marca registrada para otra. Me pregunto si le haré un cuento. Le he hecho mil retratos. No lo sabe. Tampoco sabe que me duele el cuerpo ahora como si al dejarlo me hubiera invadido una enfermedad fatigante, con la que tendré que lidiar aun unas semanas mas. Mientras tanto trataré de no cruzármelo en ninguna parte. Rogaré por que su cara feliz no aparezca en otra revista social y que su numero sea olvidado para siempre, así como sus frases, su forma de enfocar la vida, sus consejos de hermano grande. Trataré de olvidar su cuerpo, su piel sobre todo, salada junto al cuello. Sus cabellos frondosos, su nariz cortada con cortaplumas y su mirada profunda desde otro mundo. Trataré de olvidar todo eso, aunque cada vez que vea el mar y un atardecer vainilla de final de verano me recuerde que el destino no tiene en nosotros ningún favorito.
“…Puedes que hayas nacido en la cara buena del mundo. Yo nací en la cara mala. Llevo la marca del lado oscuro…”
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