Me aproximo al
espejo viendo lo redondo de mi iris fijo y negro, mientras en pequeños círculos
dejo el rastro de pomadas perfumadas, de esencias varias. Me pregunto entonces
la última vez que alguien me vio así ¿Sin maquillaje? – preguntas. No,
completamente desarmada, me contesto.
No es fácil siempre
estar alerta, hay momentos como estos en que solo me dejo ser. Y no soy más
feliz o más desgraciada haciendo abluciones frente a mi espejo. Solo me quedo
mirando el reflejo, como podrías mirarme tú, con la curiosidad de un visitante perdido
hacia una mujer que no conoce.
La noche se
sucede entonces a pequeños sorbos entre dudas y
meditaciones. Muy al fondo del espejo hay alguien que no espera
respuestas, solo las preguntas correctas hacia problemas usuales. No sobre la solución
al capitalismo, a la hambruna en África o a hallar vacunas contra el SIDA; ese
alguien vive esperando la respuesta para problemas íntimamente aplazados,
llenos de una vanidad absoluta.
La piel se deja
seducir entonces por caricias pasadas. Dedos agiles sin huella de ningún pasado
mejor buscan los pliegues extintos, entre tu boca y mi boca, tu iris y el mío.
El rostro oscuro puesto de pie frente al opalescente. Apenas escasos centímetros de separación frente a un durísimo espejo que nunca ofrece alguna
respuesta de consuelo.
Surge entonces una eternidad de tiempo y espacio al otro lado
de la imagen que dubitativa me pregunta siempre con frases incorrectas.
Si, un
vacio inmenso entre mi mirada y la suya.
Quizá la mejor
respuesta me sea dada en soledad, pienso; pero ante ese espejo implacable que
espera con un mohín de aburrimiento mi próximo movimiento, no queda más que
aguardar sin decaer en ánimo ni deseo que alguien, llegado el momento, sea lo
suficientemente cercano para cerrarme
los ojos.
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