No ignoro que uno de los valores que la gente aprecia en mi es la belleza. No tienes porque contener la risa, es así. Si debo hacer una cola o algún tramite en oficinas burocráticas es mas fácil que me atiendan, el ojo humano está mas entregado a dejarse seducir por la belleza. No tiene que ver conmigo solo es un valor que aprovecho para mi
Eran frases de ese tipo las que se me venían a la cabeza cuando pasaba por su embajada y me tocaba recordarlo. Habían pasado algunos años desde nuestra separación pero de vez en cuando surgían en mi cabeza frases suyas que en su momento me habían irritado y ante las cuales me había mordido la lengua para no estallar en carcajadas. Es cierto, era guapo, no lo hubiera podido negar. En las fotos que le tomaba estando dormido o de perfil cuando fingía indiferencia a lo lejos, podía admirar su perfil perfecto o los labios finos y rojos que no tenían los hombres que yo había conocido hasta entonces. También estaban las cejas espesas y el color de ojos marrón de mirada profunda que me hacía evocar a las hojas secas flotando en pozos de lluvia. Sin embargo por misma no me llegué a dar cuenta que fuera o no guapo hasta dos veranos después de conocernos cuando mi hermana hizo una exclamación al respecto. ¡Pero que lindo es ! Se refería al modo en que yo imitaba sus respuestas crudas de español mezclado con sílabas desdibujadas de lengua extranjera. A mi no me causaba admiración nada de eso, dos años después de conocerlo aun no me impactaba nada en su persona como hombre al que quisiera llevar de la mano como pareja.
Me seguían molestando sus ropas estrafalarias, sus cabellos largos y la barba desordenada. Ese estilo de hippie que detestaba en cualquier hombre por arriba de los treinta. Quizá si lo hubiera conocido a los quince me hubiera impactado, habría querido preguntarle si además de la guitarra tocaba algún instrumento, si tenía tatuajes o piercings como los rockeros que yo admiraba de adolescente, a lo que el hostilmente me hubiera respondido que no, porque su estilo era otro. Soy científico entre los hippies y un hippie entre los científicos, esa había sido su carta de presentación conmigo después de dos horas de hablar de ciencia y burlarnos sobre todas las teorías new age que utilizaba la gente para apartarse de esta cuando no podía entenderla. Su discurso era armónico, de palabras precisas, sin contratiempos. No iba rapidamente a la violencia hostil del apasionamiento de ideas, ni a la condescendencia de explicar lo mil veces explicado, me escuchaba y luego hilaba su parte, me escuchaba y luego avanzaba su parte. Eran las primeras charlas y entre ambos tejimos muchos temas para futuras conversaciones que nos seguirían tanto por ciudades llenas de museos, como por montañas y ríos. Es fácil hablar contigo, decía, yo no suelo hablar mucho. Para no hablar mucho podía pasarme ciudades enteras oyendo su voz explicándome las causas y consecuencias de algún fenómeno meteorológico o de la naturaleza de las plantas que alía habitaban. Mas que una buena conversadora, yo suelo ser una gran curiosa y aunque las charlas rondaban básicamente sobre los temas que a el le interesaban nunca me parecieron temas vanos o frívolos. Todo lo contrario. El era una incansable fuente de datos que estaba interesado siempre por mi opinión sobre temas de los que yo a veces solo sabía superficialmente.
A veces cuando corro, pienso en sus frases sueltas o en lo bien que la pasamos cuando decidimos viajar juntos. El tiempo hizo que dejara de pensar en ese ultimo periodo en que yo le quise dar otra dimensión a las cosas, en que yo buscaba en él algo mas profundo que los temas de los podcasts sobre ciencia o cambio climático, pero en que el jamás me percibió con una naturaleza distinta a la mujer con la que compartir sus ideales mas recónditos o con la que podía ir de la mano del sexo a una conversación mas compleja, sin consecuencias de por medio. Éramos amigos intimos y como tal quería compartirme a mi, a la mujer del desierto que es lo que hacía y porqué lo hacía. Había viajado cinco continentes, pero volvía una y otra vez a la Amazonía, a ese cielo e infierno que me quería mostrar y del cual yo desconocía todo.
Recuerdo haberlo visto sentado esnifando tabaco al caer la tarde en el portal de nuestra cabaña sin decir palabra alguna y yo de pie junto a el casi sin moverme, con miedo a echarme en la hamaca al lado suyo, con miedo a sentarme en cualquier parte. Horrorizada con la idea de las serpientes y las tarántulas cayendo desde cualquier rincón al que no hubiera prestado atención antes. Frente a nosotros el rio hirviente rugiendo con aguas color chocolate, en medio de la selva, exhalando en sus riberas el vaho caliente que indicaba la prohibición de entrar en sus aguas así estuvieras chorreando de sudor. La selva colorida, la selva temida, que traía al atardecer los mil aromas distintos emergiendo desde el lodo húmedo que había dejado la lluvia pasada, a esa hora en que el cielo se tiñe de colores sangrientos y púrpuras y los pájaros y los monos hacen sentir sus voces hasta el frenesí. Lo recuerdo entonces, sus cabellos largos como oscuras lianas, su mirada clara perdida en las copas de los árboles, su cuerpo inmóvil, absorto en la contemplación de la vida. Casi sin respirar y respirándolo todo. Y yo allí como sombra gris, con el cuerpo en tensión, dispuesta en los márgenes de todo aquel verdor salvaje con las botas de hule y la camisa salpicadas de lodo, sintiendo que mi cuerpo era un despojo de olores varios a los que me costaba acostumbrarme. Mis propios olores, mis propios sudores, suplicando en silencio un abrazo que jamás pedí y el jamás me ofreció, cagándome de miedo yo sola, allí parada, bajo la nube de zancudos que intentaban atravesar la oleosa capa de repelente que cubría mis manos y mi cuello. Esperando el momento de la caminata obligada con linternas rumbo a la cena, la caminata de vuelta, la lectura con linterna bajo el mosquitero y luego la intimidad, esa esperada intimidad de cuerpos desnudos que se me había negado en todo el día, luego el silencio. La indiferencia. La tormenta sacudiendo todo, los truenos queriendo partir la tierra, nunca un abrazo, jamás el esperado abrazo.
A veces paso corriendo frente a su embajada y recuerdo gestos suyos, frotar su espalda suavemente la vez que lo sentí llorar. O sentir su pecho abrazándome sin causa alguna en aquel tren en Paris, cuando todo mi equipaje se caía. Recuerdo sus frases irritantes, sus bromas, sus gestos, su ego de otro mundo, pero solo duran segundos. Cualquiera que nos hubiera visto de lejos en esa intimidad que surgía mientras comíamos o caminábamos por la montaña habría apostado por nosotros, habría pensado que éramos pareja las veces que el dormía sobre mis piernas y yo tomaba fotos a la linea marítima y luego a su cara y a sus cabellos cubriendo mis muslos como una cortina de colores castaños. Cuando cenábamos y el comía rápido mientras yo reía, porque casi siempre reía. No lo amé, no éramos nada, pero he hablado y he sido escuchada por él más que por ningún otro. Hablábamos no porque buscáramos una relación , la familia, los hijos, ni siquiera quedarnos o vivir juntos, éramos dos seres humanos tan distintos y nos la pasamos hablando, caminando, observando cosas. Como no echar de menos esa parte de mi vida en que pensé que otro ser humano valía la pena ser escuchado por completo, ser conocido por completo. No es amor, pero hubiera querido que ese sentimiento sea reciproco, que por una vez el me hubiera dicho que también me echaría de menos, antes de retornar a casa. En anteriores despedidas no había costado nada el decirlo, quizá porque no significaba mucho pero ahora toda esa reacción... Toda esa oposición a admitir al menos por un rato que me echaría en falta, a echarme en cara que su vida estaba completa y era exitosa y perfecta con miles de planes para el futuro, todo esa hostilidad, todo ese esfuerzo en alejarme, ni que yo le estuviera pidiendo cambiar su vida por mi. Quedarse atrapado conmigo
A veces paso corriendo por los lugares por donde caminábamos y recuerdo la pelea necia por no haber llevado calzado cómodo sino botas de tacón y la ultima discusión que se extendió por horas como si fuera importante antes de terminar lo que nunca habíamos empezado ¡ pero si es que nunca habíamos sido nada ! y la cena vegetariana después y las lágrimas en el taxi y la cama vacía. Ese adiós incomodo por la mañana, con la mochila puesta, decir lo siento, dos abrazos que yo no pedí. A mi ayer ya me habías matado, para que me abrazas, pensaba yo. Y todo ese dolor después que yo no sabía donde meterlo, sus intentos meses después por contactarme, por hacer como si nada. Porque éramos como amigos, hermanos, decía el.
Y ahora no queda nada, excepto frases sueltas que a veces aparecen como ráfagas en mi cabeza cuando corro y me hacen sonreír.
Eres el hombre mas raro que he conocido jamás - solía decirle riendo. Entonces es que aun no haz conocido muchos hombres, me decía mirándome fijo y eso ya parecía una promesa.
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