Cuando solo se tenía sexo, el morbo podía mover cantidades infinitas de feromonas en ella, que alguien de apariencia perfecta no podía. Y él era lo más cercano a la perfección anatómica que ella había conocido. Su larga pierna musculosa salía fuera de la cama, mostrando un tatuaje tribal en la pantorrilla, su espalada mostraba otros más y en el brazo uno enorme del Che Guevara, ocupaba todo el deltoides derecho.
Su rostro de nariz recta, labios finos y barba crecida reposaban sobre la almohada del precario motel por horas. Ella lo miraba impaciente, si hubiera tenido un cigarrillo lo habría fumado solo por tener algo que hacer mientras él dormía.
Estaba exhausto, había trabajado toda la noche; en cambio ella había dormido rendida después de la caminata de aquel día, poniendo la tarima de tablas como tranca en la puerta y tomando un par de relajantes musculares que le quitaran el dolor de piernas y espalda que la había tenido afligida desde la tarde. Había dormido como muerta, despertándose de vez en cuando por los gritos delirantes de los inquilinos de la pieza vecina, en medio de la agonía sexual.
Los ojos de Mariano, a pesar de estar cerrados seguían siendo oscuros e impenetrables. Sus largas pestañas hacían sombra a las ojeras que le daban esa pinta de chico malo que la había atraído la primera vez que lo vio a mitad de la calle.
Ahora lo miraba dormir como si la mañana fuera eterna y no tuvieran que salir nuevamente de camino. Comenzó a contar sus tatuajes con el dedo índice rozándole la piel, pero cuando llegó a los primeros 10 él abrió los ojos, que lucían inyectados de sangre por la falta de sueño.
Estoy muerto, le dijo. Si, pero ya debemos irnos- respondió ella mientras le alisaba el cabello negro. ¿Te dolió el tatuaje del cuello? Un poco, en la base, aquí mira y acercó sus dedos a los pies del duende de los sueños que tenía tatuado al costado derecho del cuello. Ella lo acarició sin prisa. Debemos irnos, Mariano, voy a ducharme y nos vamos, ¿si?. Bañémonos juntos, dale. Ya te dije que no. ¿Por qué? Solo es una ducha. Porque te conozco y no lo haré sin preservativo. No lo haremos, amor. Te conozco Mariano. No lo haremos, báñate conmigo. No, ¡ya te dije que no!
Ella se levantó de la cama cuando el intentó sujetarla por la cadera. De un salto estuvo sobre el piso de madera que rechinó ante sus pies desnudos. Mariano era de lejos el tipo más alto con el que había estado. ¿Cuánto mides? le pregunto la primera vez que salieron juntos. Metro y 95 ¿Por qué? Porque me llevas mas de 30 centímetros. Y él le sonrío con una de esas muecas de niño que la enamoraban siempre. Ahora parados en medio de la habitación en penumbras de las 10 de la mañana, esos 30 centímetros de diferencia se hacían más notorios. Ambos desnudos y descalzos jugaban al cazador y la presa en una actitud de luchadores de Capoeira que le daba a Mariano toda la ventaja sobre ella, mas ágil pero pequeña.
Te dije que no me bañaré contigo. Si lo harás. El la abrazó de un solo zarpazo y la levantó hasta que estuvo de cara frente a él. ¿Te casarás conmigo? Y ella sonrió sin responderle. Dime que te casarás conmigo y te dejo bañarte sola. Ella lo besó como se besan a los niños que dicen barbaridades, buscando callarlos. Si, lo haré, ahora suéltame. ¿Me dejarás, verdad? Mariano, tú me dejarás antes. Yo no te dejaré. ¡Já! ¿Apostamos? Dijo ella mientras cerraba la puerta del baño y abría la llave del agua fría.
- ¡Te vas a casar conmigo Laura! Gritó él desde la habitación de luces mortecinas y cortinas de terciopelo.
- ¡Primero muerta! Respondió ella bajo el chorro de agua blanca.
- Eso se puede solucionar en este momento, dijo él entrando al baño sin forzar la chapa.
Ella entendió entonces, que eso que acababa de decir más que una simple respuesta era desde ya, una promesa.