Elena había estado toda la noche con esa cara de cera que tanto le había costado tener, amoldándose según el rostro de su interlocutor. Si le coqueteaban ella sonreía sin palabras, si le hablaban de libros ella fingía interés en esos autores de nombres desconocidos, si le comentaban sobre el vino ella echaba mano a alguna anécdota familiar relacionada con ese licor. Simplemente contestaba lo que ellos deseaban, no era un trabajo sencillo pero tenía que hacerlo. Llevar la corriente era a veces una jornada de tiempo completo y Elena se abocaba por completo en esa tarea.
El problema era llegar a casa y mirarse al espejo. A veces tenia que acomodar su mandíbula nuevamente para que se le pase la cara de boba que tenían todas las mujeres como ella. Se miraba y quedaba claro el porqué los hombres elogiaban sus piernas, su boca y sus contornos. El porqué las mujeres envidiaban su cutis aun lozano y su cabellera brillante. Pero Elena se miraba al espejo y se veía vacía.
Se embellecía por fuera vitalizando todo aquello que se pudiera: nalgas, senos, piel, cabello mientras dentro suyo algo moría lentamente. Sus ojos perdían ese brillo que antes tornaba las cosas en especiales. Esa mirada que antes parecía agregar belleza a todo objeto inanimado. Ahora sus ojos eran negros y opacos como el hollín. Todo rastro de fe se había perdido. Estaba tan revitalizada por fuera pero tan muerta por dentro como cualquiera de esa mujeres que compartían las reuniones sociales con ella.
Con la copa de agua en la mano intentó simular una de las sonrisas que desparramaba ante la gente que la creía feliz. Mostró sus dientes blancos, ladeó la cabeza y flexionó las rodillas. Desnuda frente al espejo, parecía una muñequita complaciente. Una mujer de cera capaz de derretirse ante la mirada del hombre de turno. Tal vez eso era lo que pensaban de ella, las mujeres, los hombres, la gente que la veía de lejos. Que era solo una mujer de cera necesitada de calor humano. Y que ese calor la haría feliz.
Solo ella conocía el brillo perdido en los ojos negros, la belleza disuelta de las cosas simples. Solo ella sabía que no necesitaba calor externo para ser feliz, cuando se estaba congelando por dentro.
Solo ella sabía todo lo que había muerto dentro suyo para que su piel pudiera seguir viva, sus pechos erguidos, sus nalgas en el lugar correcto. La sonrisa era perfecta, la posición ideal, su silencio una joya. Ahora Elena era una muñequita que los hombres adoraban y las mujeres envidiaban, una muñeca hueca que tenia los ojos muertos.
Elena dio la espalda al espejo, tomándose el agua de golpe para desatar el nudo que se le hacía en la garganta cada vez que pensaba en lo que había perdido. Ya no le agradaba mirarse al espejo y sentirse bonita, ni leer las cartas, los poemas, todas esa tarjetas que llegaban a su buzón y no llegaban a ser abiertas. Ya no le agradaba nada de lo que pudiera mostrar el espejo, si cada vez que se veía no era ella a quien encontraba, sino a la mujer de la que todos hablaban con diferentes tonos de deseo.
El vestido morado aun tibio estaba tirado en la alfombra y Elena se arrodilló a abrazarlo como si con ese hecho pudiera recuperar un poco de la piel que había perdido, la fe que ya no tenia , el brillo en ese par de ojos que ya no alumbraban.
Tu mirada es de fuego y tu alma incandescente- le había dicho Darío una vez.
¿Qué pensaría él si ahora viera así, derrotada con esos ojos de hollín opacos y sin vida? Probablemente pensaría que el alma incandescente de la que hablaba se había quemado y perdido para siempre. Ahora solo quedaban en su corazón los rescoldos de lo que un día había sido y ya no sería jamás.
Elena se tomaba el cabello marrón y volvía a pensar en Darío una y otra vez. En sus juramentos de amor desde antes que fuera bonita. En su deseo de hombre, desde antes que su piel fuera deseable. En sus palabras de amor cuando ni ella misma lograba amarse.
Darío, Darío…- musitó Elena sin poder evitar unas lagrimas que hacían naufragar sus ojos en recuerdos de niñez. Todo desparecía ahora. Solo eran Elena y su vestido morado abrazándose en la penumbra del apartamento pequeño. Era ahora una niña de espalda arrosariada abrazada de un vestido demasiado costoso, ya no al mujer de cera, solo la pequeña Elena clamando por un pasado distante.
El sonido del teléfono la devolvió a la vida. Ella contestó con un aló tan lánguido como esperanzado.
- Cita el viernes a las 8pm en casa del embajador, anda con el vestido de hoy- dijo una voz masculina que sonó firme y fría en el hilo telefónico.
Elena se limpió las lágrimas, acomodó sus labios a una línea recta que jamás se curvaba para un sollozo público y colgó el auricular sin contestar. Aun tenía el vestido en la mano. Fue entonces que se vio a si misma quitándoselo para el embajador el próximo viernes y no pudo resistir la idea. Si volvía a desvestirse para alguien, sencillamente explotaría.
Era momento de buscar a Darío, de recuperar su pasado, de volver a si misma. Guardó el vestido cuidadosamente, decidida a quemarlo junto con todos los otros regalos de los hombres que no la amaban, el día que consiguiera volver a sonreír sin ensayar antes.