“A esas personas que hoy creen tenerlo todo, yo les digo, que con esa soberbia no van a llegar a ninguna parte”
La voz de mi profesor de literatura sonaba a rabia y a malos deseos. Su mirada se encajaba en mí directamente, mientras yo lo miraba tratando de no pestañear y fingiendo una sonrisa de "No me importa lo que diga"
El profesor Delgado, había sido uno de los mas severos directores de colegio estatal, hasta que al jubilarse entró a enseñar sus horas extras en el colegio particular donde yo estudiaba. Tenía muy buenas referencias de mi familia, excepto de mi padre. Mi padre un maestro también jubilado, había gastado sus mejores bromas a la figura leptosómica del profesor Delgado, cuando este aun enseñaba. Gracias a mi padre los apodos de Alma Calata y Muerto Fresco habían decorado la larga trayectoria del profesor Delgado.
Mi viejo era así, jodía a todo el mundo poniendo apodos y bromeando acerca de su físico. A él también le ponían sobrenombres pero el ni se ofendía. “que me digan chato- decía- lo soy y lo acepto, pero que no se vengan a ofender si los llamo jumentos, cuando esa es su auténtica condición en este mundo”. Mi viejo era así y nadie jamás se vengó con él o con sus hijos, hasta que llegué yo al colegio.
Yo tenía la cara tranquila y la mirada dormida de la familia de mi madre, pero todo el carácter molestoso y hablador de mi padre. Ponía apodos a diestra y siniestra a los maestros que no me simpatizaran y siempre actuaba como abogada del diablo, en esas clases aburridas. Uno de mis profesores de educación cívica, me dijo que yo podía ser una francotiradora eficaz, con todas esas respuestas y argumentos que hacían caer a más de uno, cuando había que discutir sobre constitución o derechos humanos. El hombre aseguraba que yo sería abogada.
Desafortunadamente, no a todos lo profesores les agradaba tanto. Uno de ellos, el profesor Delgado, siempre haciéndome la vida imposible con sus lecciones al pie de la letra, preguntando por las fechas exactas y los detalles íntimos de cada literato estudiado. Yo lo odiaba. Había esperado largamente llegar a 5to año de secundaria, para poder leer esa obra de literatura universal que en casa comentaban tanto. Me sabía de memoria algunos textos y me deleitaba de solo pensar en leer a Víctor Hugo o Cortázar.
Sin embargo, mi maestro no era de la misma idea.
Ya en Literatura Española, nos había hecho aprender hasta el lugar donde había defecado Calderón de La barca, por considerarlo histórico, pero de sus obras, nada. El curso de literatura se había vuelto una materia pesada, en la que solo leíamos fragmentos de los poemas menos conocidos y de los cuales había que hacer un resumen y un dibujito pintado a color. Nada de utilizar acuarelas para pintar los dibujos, puesto que de seguro, eran dibujos hechos por alguien más.
El problema grande comenzó el día en que el Profesor Delgado comenzó a comentar que a mi me hacían los trabajos mis padres, que esas redacciones tenían todo el rasgo de escritura de mi padre y que yo era incapaz de hacer esos textos por mi misma. No quedó ahí la cosa, sino que en las clases sucesivas me acosaba de preguntas acerca del curso, incidiendo como siempre, mas en la vida de los autores, que en el trasfondo de su obra.
Ya que yo peleaba por ocupar el primer puesto del colegio, la cosa se puso color de hormiga cuando empezó a bajarme las calificaciones, a hacer insufribles las lecciones orales y a hacer comentarios en clase de “aquellos alumnos que requerían la ayuda de los padres para hacer sus trabajos”.
Era humillante. En primer lugar, porque yo escribía mis cuentos desde los 8 años y nadie había dudado nunca de mí y en segundo, porque mi apellido estaba en boca de todos como si yo necesitara de alguien más para obtener altas notas en su asignatura. Mi padre como siempre, ni enterado del asunto. Solo me repetía que me cuidara, pues de seguro Delgado le guardaba algún rencor, por aquella vez que de ebrios, mi padre le pasó las ruedas del auto por ambos pies y dejó al Profesor Delgado sin caminar por una semana, con los pies totalmente amoratados. Ese día, el flaco juró venganza.
El problema con delgado es que después de haber sido por 20 años Director de Colegio de Hombres, se le habían quedado las costumbres de gritar y humillarte en público. Fue entonces que me comencé a portar mal, a contestarle a contradecirlo, a volver el salón de clase en un campo de batalla eterno. Las rosas, por supuesto, se las llevaba mi gran contendora de notas, una niña de la que hablaré con detenimiento mas tarde, capaz de memorizar fechas, coplas, detalles escabrosos y lugares geográficos de enamoramiento y otros cachondeos, de cada uno de los grandes de la Literatura Universal, para deleite del exigente profesor, que de lecturas no sabía nada, pero si de la cochinadita personal de cada hombre o mujer que haya osado dedicarse a escribir.
Esa mañana, empezó su larga perorata diciendo que con la soberbia no llegaría a ninguna parte. Que el apellido no aseguraba nada y que siempre viviría bajo la sombra de mi padre, porque no tenía talento propio. Todo esto por supuesto, cuidándose mucho de hablar en plural, mientras me miraba de vez en cuando haciendo pausas para que me asegurara que era dirigida contra mí, toda esa cháchara.
Al terminar la clase, le pedí hablar con él en privado y ahí fue cuando empezó el segundo round. En medio de los jardines del colegio me trató no por mi nombre, sino por mi apellido, preguntando que problema tenía con él o su curso, para que de pronto mi actitud se haya tornado en una falta de atención total durante las clases.
Con la rabia y la humillación de sentir todas las miradas de mis compañeritas de colegio sobre mí, mi cerebro había juntado palabras como mediocridad, mala pedagogía, fracaso como maestro en una sola frase. Esa mañana ninguna palabra fue silenciada de mi boca, le dije todo lo que pensaba de él mientras el hombre alto y delgado como su propio apellido me miraba impávido. Las palabras salían a borbotones, para decirle que era el colmo que trajera el apellido de mi padre a colación en un problema estrictamente de maestro-educando y que soltara frases sobre mi incapacidad para escribir o hacer los trabajos solicitados, ante el resto de la clase.
Esa mañana de Noviembre, se lo dije todo.
Fue casi una victoria, excepto por el pequeño detalle, que mis mejillas ardían, que mi boca se había doblado, que mi barbilla se había hecho pequeña y que la voz se me quebraba de rabia e impotencia, mientras las lágrimas caían sin parar por ambas mejillas.
El profesor Delgado me miró desde toda su altura de viejo Director de colegio de varones, con una sonrisa que mas parecía una mueca de placer y me mandó de nuevo a mi pupitre, diciendo que por un favor a mi padre, olvidaría todo el asunto del reclamo contra su cátedra, para que no me expulsaran del colegio.
La voz de mi profesor de literatura sonaba a rabia y a malos deseos. Su mirada se encajaba en mí directamente, mientras yo lo miraba tratando de no pestañear y fingiendo una sonrisa de "No me importa lo que diga"
El profesor Delgado, había sido uno de los mas severos directores de colegio estatal, hasta que al jubilarse entró a enseñar sus horas extras en el colegio particular donde yo estudiaba. Tenía muy buenas referencias de mi familia, excepto de mi padre. Mi padre un maestro también jubilado, había gastado sus mejores bromas a la figura leptosómica del profesor Delgado, cuando este aun enseñaba. Gracias a mi padre los apodos de Alma Calata y Muerto Fresco habían decorado la larga trayectoria del profesor Delgado.
Mi viejo era así, jodía a todo el mundo poniendo apodos y bromeando acerca de su físico. A él también le ponían sobrenombres pero el ni se ofendía. “que me digan chato- decía- lo soy y lo acepto, pero que no se vengan a ofender si los llamo jumentos, cuando esa es su auténtica condición en este mundo”. Mi viejo era así y nadie jamás se vengó con él o con sus hijos, hasta que llegué yo al colegio.
Yo tenía la cara tranquila y la mirada dormida de la familia de mi madre, pero todo el carácter molestoso y hablador de mi padre. Ponía apodos a diestra y siniestra a los maestros que no me simpatizaran y siempre actuaba como abogada del diablo, en esas clases aburridas. Uno de mis profesores de educación cívica, me dijo que yo podía ser una francotiradora eficaz, con todas esas respuestas y argumentos que hacían caer a más de uno, cuando había que discutir sobre constitución o derechos humanos. El hombre aseguraba que yo sería abogada.
Desafortunadamente, no a todos lo profesores les agradaba tanto. Uno de ellos, el profesor Delgado, siempre haciéndome la vida imposible con sus lecciones al pie de la letra, preguntando por las fechas exactas y los detalles íntimos de cada literato estudiado. Yo lo odiaba. Había esperado largamente llegar a 5to año de secundaria, para poder leer esa obra de literatura universal que en casa comentaban tanto. Me sabía de memoria algunos textos y me deleitaba de solo pensar en leer a Víctor Hugo o Cortázar.
Sin embargo, mi maestro no era de la misma idea.
Ya en Literatura Española, nos había hecho aprender hasta el lugar donde había defecado Calderón de La barca, por considerarlo histórico, pero de sus obras, nada. El curso de literatura se había vuelto una materia pesada, en la que solo leíamos fragmentos de los poemas menos conocidos y de los cuales había que hacer un resumen y un dibujito pintado a color. Nada de utilizar acuarelas para pintar los dibujos, puesto que de seguro, eran dibujos hechos por alguien más.
El problema grande comenzó el día en que el Profesor Delgado comenzó a comentar que a mi me hacían los trabajos mis padres, que esas redacciones tenían todo el rasgo de escritura de mi padre y que yo era incapaz de hacer esos textos por mi misma. No quedó ahí la cosa, sino que en las clases sucesivas me acosaba de preguntas acerca del curso, incidiendo como siempre, mas en la vida de los autores, que en el trasfondo de su obra.
Ya que yo peleaba por ocupar el primer puesto del colegio, la cosa se puso color de hormiga cuando empezó a bajarme las calificaciones, a hacer insufribles las lecciones orales y a hacer comentarios en clase de “aquellos alumnos que requerían la ayuda de los padres para hacer sus trabajos”.
Era humillante. En primer lugar, porque yo escribía mis cuentos desde los 8 años y nadie había dudado nunca de mí y en segundo, porque mi apellido estaba en boca de todos como si yo necesitara de alguien más para obtener altas notas en su asignatura. Mi padre como siempre, ni enterado del asunto. Solo me repetía que me cuidara, pues de seguro Delgado le guardaba algún rencor, por aquella vez que de ebrios, mi padre le pasó las ruedas del auto por ambos pies y dejó al Profesor Delgado sin caminar por una semana, con los pies totalmente amoratados. Ese día, el flaco juró venganza.
El problema con delgado es que después de haber sido por 20 años Director de Colegio de Hombres, se le habían quedado las costumbres de gritar y humillarte en público. Fue entonces que me comencé a portar mal, a contestarle a contradecirlo, a volver el salón de clase en un campo de batalla eterno. Las rosas, por supuesto, se las llevaba mi gran contendora de notas, una niña de la que hablaré con detenimiento mas tarde, capaz de memorizar fechas, coplas, detalles escabrosos y lugares geográficos de enamoramiento y otros cachondeos, de cada uno de los grandes de la Literatura Universal, para deleite del exigente profesor, que de lecturas no sabía nada, pero si de la cochinadita personal de cada hombre o mujer que haya osado dedicarse a escribir.
Esa mañana, empezó su larga perorata diciendo que con la soberbia no llegaría a ninguna parte. Que el apellido no aseguraba nada y que siempre viviría bajo la sombra de mi padre, porque no tenía talento propio. Todo esto por supuesto, cuidándose mucho de hablar en plural, mientras me miraba de vez en cuando haciendo pausas para que me asegurara que era dirigida contra mí, toda esa cháchara.
Al terminar la clase, le pedí hablar con él en privado y ahí fue cuando empezó el segundo round. En medio de los jardines del colegio me trató no por mi nombre, sino por mi apellido, preguntando que problema tenía con él o su curso, para que de pronto mi actitud se haya tornado en una falta de atención total durante las clases.
Con la rabia y la humillación de sentir todas las miradas de mis compañeritas de colegio sobre mí, mi cerebro había juntado palabras como mediocridad, mala pedagogía, fracaso como maestro en una sola frase. Esa mañana ninguna palabra fue silenciada de mi boca, le dije todo lo que pensaba de él mientras el hombre alto y delgado como su propio apellido me miraba impávido. Las palabras salían a borbotones, para decirle que era el colmo que trajera el apellido de mi padre a colación en un problema estrictamente de maestro-educando y que soltara frases sobre mi incapacidad para escribir o hacer los trabajos solicitados, ante el resto de la clase.
Esa mañana de Noviembre, se lo dije todo.
Fue casi una victoria, excepto por el pequeño detalle, que mis mejillas ardían, que mi boca se había doblado, que mi barbilla se había hecho pequeña y que la voz se me quebraba de rabia e impotencia, mientras las lágrimas caían sin parar por ambas mejillas.
El profesor Delgado me miró desde toda su altura de viejo Director de colegio de varones, con una sonrisa que mas parecía una mueca de placer y me mandó de nuevo a mi pupitre, diciendo que por un favor a mi padre, olvidaría todo el asunto del reclamo contra su cátedra, para que no me expulsaran del colegio.
Creo que ese día el profesor Delgado, alias Muerto Fresco, cumplió su venganza contra mi padte.Aun hoy, recuerdo la palabra "soberbia" y siento como si toda la sal del mundo me hubiera sido lanzada ese día. Cuando mencionó que la gente como yo, con esa actitud de creer que lo sabíamos todo, no llegaríamos a ninguna parte.