jueves, septiembre 05, 2024

La Chica del Tren

A veces cuando remuevo el café sin darme cuenta murmuro su nombre. No es una actitud consciente sabes, como muchos de los que andamos por aquí suelo hablar solo y a nadie le compete decirme si eso está bien o mal, me dejan ser. Es lo bueno de aquí, todos tenemos nuestros propios problemas. De vez en cuando me oculto tras una lectura, pero paso en la misma línea varios minutos antes de arrancar de mis pensamientos y saber que es lo que la persona al otro lado del texto intenta decirme. Mis ojos tropiezan una y otra vez por encima de las letras sin poder unir su significado y que esto despierte cierta empatía en mi. Parece a diario como si algo se hubiera quedado congelado aquí dentro, mirando hacia afuera desde una actitud catatónica que quiere nuevamente entender el mundo y no sabe de que cabo agarrarse.

Suelo pedir café negro sin azúcar pero por la tarde soy mas cauteloso y pido un latte al que le pongo medio sobre de alguna sustancia edulcorante, extraño el sabor a canela, pero por aquí no se consigue fácilmente, creo que la mayoría ha olvidado esos pequeños placeres. Me lo sirven en un vaso de cartón  y me voy al rincón mas apartado donde solo pueda haber un asiento. No son infrecuentes los lugares así por aquí, a la mayoría desde lo ocurrido le agrada estar a solas mirando la línea que hace el horizonte cuando caen los astros. Las mesas son pequeñas y de butacas únicas  con un respaldar oval con asiento bajo que oculta parte de tu cabeza del resto y te hace flexionar las piernas al sentarte, cuando me siento allí siento que ingreso a un pequeño huevo y que nadie vendrá a interrumpir mis pensamientos desde fuera. El latte lo hacen con una mezcla de grasas que debe imitar la leche, pero que ya no recuerdo si en verdad lo hace. Sale espumoso de la máquina y recibo el vaso de cartón caliente entre las palmas anticipando la dicha de poder disfrutarlo a solas. El caer de la tarde es la mejor hora del día, siento que el mundo se pondrá en calma, que ese murmullo de voces que tiene la gente por aquí se apagará y me dejará oír la noche romperse en dos para parir estrellas de color metal. Es en ese momento que vuelvo a evocar su nombre, saboreo su nombre letra por letra como si fuera un dulce, le da materialidad a su presencia que ya no vive en ninguna parte cerca de este lugar de exilio. A veces como un niño siento nostalgia de no haberme quedado con algo de ella, un rizo de cabello, un botón de su camisa, la hoja de papel en que escribió su nombre la primera vez. Pero es inútil, no hay nada que pueda tocar aquí que tenga su textura o tan solo un poco de su olor. Bebo café y la recuerdo, sorprendida por mis costumbres rústicas o por pedir el café dulce. Algún gesto suyo que en ese momento me haya parecido irritante e increíblemente tonto y que viene hacia mi ahora en cascadas de recuerdos al caer la noche.


Los días son largos aquí, me cambio el uniforme de hacer tareas diarias a la bata de dormir como los dos únicos gestos que varían de circunstancia el día. He cogido la costumbre de tender la cama sin que quede una sola arruga  en la litera y bañarme antes que despierten todos, para poder hacerlo sin prisa. Luego me pongo las zapatillas de goma y desayuno algo rápido, de pie. Durante todo el día me muevo para aquí y allá haciendo las labores que están indicadas en mi tablero de tareas, odio cada una de ellas, pero las hago con disciplina. Si las hago todas pronto, mas pronto descansaré y podré tomar el primer café del día, que es al que tenemos derecho,  justo cuando el lugar está menos concurrido. La gente aquí no te hace muchas preguntas, no se interesan por tu nombre a lo sumo cuál es tu lugar de origen o cuanto tiempo llevas aquí. Algunos no saben muy bien que contestar, te dicen de donde los evacuaron pero no llevan registro de los días ni de las noches. Es difícil notarlo, porque los primeros días pasas en aislamiento varios días o semanas con una luz constante en donde pierdes rápidamente la noción del tiempo. Allí es donde te hacen las pruebas de sangre, los escáneres y todo tipo de tests psicológicos para saber si no matarás a nadie apenas ingreses. Después de ello deciden, que clase de tareas tendrás en la colonia, si serás un obrero la mayor parte del día  o si puedes tomar decisiones y hacerte de cargos de responsabilidad útiles para el personal de planta como cuidar viveros o puertas de entrada y salida. Yo empecé como obrero, fui “ascendido" según vieron que mi estado de ánimo y de salud mejoraba hasta hacerme cargo de los viveros de plantas para los primeros pabellones, que son los del personal de planta de esta sección. Esos viveros no son como los nuestros, allí además de hortalizas también cultivan plantas decorativas y algunas flores raras, como para que no olvidemos los colores y fragancias del todo, o eso pensaba yo. Luego me explicaron que algunas de esas plantas servían para hacer venenos y antídotos y por eso solo las cultivaban la gente de los primeros pabellones que son los que tienen los cargos de responsabilidad mas alta y a los que rara vez les vemos la cara. Son los crean todo lo que sintetiza y produce aquí o eso nos han dicho.


El ambiente allí no es tan silencioso al terminar el día como los de los pabellones inferiores, la gente de planta parece que tiene mas razones para disfrutar el día y con frecuencia se escuchan risas y hasta gritos desde sus áreas de descanso, yo tuve que ver muchas cosas extrañas, pero el silencio y la discreción es parte del trabajo allí. En esa área los exámenes eran mas frecuentes para los que hacíamos tareas básicas y debía pasar tanto pruebas físicas como mentales una vez por semana. Como la luz apenas si la apagaban unas horas allí para imitar la noche la gente que laboraba en los pabellones superiores sufría mas frecuentemente trastornos del sueño y brotes de agresividad, que ponían en riesgo toda la unidad, por eso debían testarnos con mas frecuencia que en los pabellones de colina abajo.

Al inicio, ellos  pensaron que yo era hábil, alguien dijo que mi test de inteligencia correspondía para otro tipo de labores algo mas complejas dentro la colonia  pero intuí que eso allí no me iba a traer nada bueno, aun seguía con la cabeza llena de imágenes de ella y se me encogió el corazón de solo pensar que pudieran seguir moviéndome de áreas sin poder llegar jamás a vernos de nuevo, fue entonces que fingí idiotez y comencé a tener poco a poco descuidos hasta que me devolvieron al área de obreros y de tareas simples. Eso mantiene el día mas ocupado con tareas mas pesadas de orden físico, pero no me obliga a pasar controles de exámenes semanales. A veces en los controles de los pabellones superiores debía ocultar mi agresividad innata, mis ganas de salir gritando, mis deseos incontrolables de querer mandar a la porra a todos y darme un tiro en la sien en plena sala de examinadores, pero me controlaba. Lo había aprendido desde chico viviendo con mi padre alcohólico, no había mejor disciplina que guardar tu propia rabia dentro hasta ovillarla como un hilo de cobre apretado  de odio hasta que sirviera de conducción solo en el momento que decidieras y hacerlo explotar todo. No en peleas pequeñas, ni en berrinches de escuela,  por los que pudieran expulsarme de clase ni llamar al viejo a la dirección del colegio. Si te van a pillar por hacer alguna maldad  que no sean cosas de niñato -me había dicho el viejo la primera y ultima vez que lo llamaron de la escuela, me lo dijo frío y de un bofetón en la cara. Yo aprendí a callar mi rabia, mis impulsos, a golpear sacos de semillas hasta sangrar los puños pero jamás a nadie conocido en la cara, yo me estaba preparando para algo grande que lo quemara todo, que destruyera por fin todo y me alejara de esa casa y todos sus recuerdos dolorosos. Esa era mi vida entonces, una burbuja pequeña y de odio inútil en medio de toda esta ebullición  real de demencia que se cocinaba para todos ya tan cerca. 


Cuando ocurrió todo ninguno de nosotros nos dimos cuenta, parecía una de esas cosas que les pasa a otra gente, en otros mundos. Esas cosas que a nosotros no nos alcanzarían jamas, nosotros estábamos como chuchos hambrientos peleándonos en la calle por el hueso mas jugoso, mientras otros allá arriba ya decidían nuestro destino. A veces cuando tomo café y lo remuevo así tratando de ver al fondo, reflexiono si me hubiera podido dar cuenta antes lo que se venía, si alguien me lo hubiera dicho y habríamos hecho todos las cosas diferentes, pero creo que tampoco le hubiera creído. Estaba demasiado metido en mi vida y en las cosas inmediatas para salvar el día; veo el café y lo único que puedo pensar no es en el mundo que perdimos todos, en esa vida que ya no volverá a ser jamás la misma, con un día y una noche definidos y el sol redondo saliendo en la raya del horizonte en donde ahora solo se levantan astros artificiales a lo lejos, detrás de la gran pantalla que nos protege de esa atmósfera insana, señalándonos que es hora de volver a las literas o levantarse a las duchas.  No pienso en eso, porque no hay un inicio ni un final en esa idea, tal como de niño me llenaba de pánico pensar quien habría creado el universo o si existía un Dios omnipresente ahora me daba pánico pensar en qué momento y cómo lo habíamos destruido todo y que jamás nada de lo que conocimos volvería a ser como antes, ni siquiera este café que bebo y que ya no sé si lo es en realidad. No pienso en eso, en quien pienso es en ella, mi motivo de desesperanza y dolor, la pienso de forma pertinaz como un corte íntimo y profundo que me hago a diario  apenas despierto y no detengo hasta que sangre y me devuelva el sentido de humanidad que he perdido en este lugar extraño. Pienso en ella y trato de recordar su nombre sílaba por sílaba, las pocas conversaciones que cruzamos en el tren de evacuación hasta aquí, su mirada de miedo o su media sonrisa al atravesar todos aquellos campos humeantes, el cielo gris ennegrecido, las colinas antes verdes hoy congeladas como picos amenazantes en donde nunca mas crecería nada y su horror al ver que el mar antes azul también retrocedía hasta desaparecer en un lecho fangoso de oscuridad y piedras. No mires mas por la ventana, le dije y pegué mi frente a la suya como si fuéramos amigos. Tenía miedo pero allí de pie junto a ella, había un cierto calor en mi pecho que me instaba a abrazarla como parte de mi mismo para cubrir mi propio miedo.

Son pocas cosas reales a las que tengo que aferrarme. La mayoría de mis recuerdos son grises y solitarios. La vida es más injusta cuando pienso en todo el tiempo que tuvimos para encontrarnos antes y habernos hablado, amado, odiado, al menos conocido un poco  antes que todo esto sea solo caos y desolación pero que nunca, ni en el instante mas remoto, se haya dado.  Vivíamos tan cerca pero jamás nos vimos, que eran unas calles, pueblos, lagos. Ahora esa distancia significa nada. Solo orbitabamos en planos diferentes hasta chocarnos en el momento preciso, el mas vulnerable quizá. Solos en aquel tren de pasajeros asustados, ese breve momento antes que nos separen en grupos, su cara alejándose entre la multitud. Nos volveremos a ver, dijo. ¿Cuándo? ¿Dónde? A veces remuevo el negro café y quisiera estrellar mi grito contra toda esta gente gris que ha perdido toda esperanza, quisiera indagar por su nombre con desespero, preguntar si la han visto alguna vez, en estos años desde que llegamos aquí. A la mujer de los ojos marrón y el cabello oscuro, si como cualquiera me dirán. No, como ella sola, les diría yo. Alejarme corriendo por la colina hasta los pabellones superiores y preguntarles a los de planta si pasó las pruebas de salud o la dejaron fuera a que perezca como los otros. Me dan ganas de lanzar una carrera loca contra el domo que nos protege y golpearlo con puños sangrantes hasta que los gases entren, hacer estallar todo en mil pedazos, como de chico quise hacer explotar mi casa o la escuela, no hay razón alguna para llevar esta vida artificial, para este amargo gusto de vivir sin vivir y pasar del día a la noche sin saber mas de ella, sin saber que música le gustaba o si habríamos ido al cine alguna vez. Si habría querido tener hijos conmigo… Es en ese momento que me detengo y me doy cuenta que no hay futuro posible. Que no hay vida después de esta, ya no existe la vida que tuvieron nuestros padres o los suyos antes que ellos. Aquí no hay césped natural ni puestas de sol. No hay casas propias, ni pórticos ni mascotas. Nada es propio, ni los instrumentos, ni las plantas, que para observarlas debo irme a un vivero y oler una col o un tomate con la admiración y el gusto de quien contempla un ramo de rosas. 

A veces pienso que ojalá no haya pasado los exámenes, su rostro se habría entristecido con esta vida gris y monótona de gente anónima, igual que al ver el océano alejándose. ¿De qué habríamos hablado sino de mi depresión y su tristeza? Hubo un momento para los dos y fue hace mucho, en ese tren, en esos días, semanas de evacuación hacia los domos, me cuesta recordar cuando. Mi cabello ha encanecido pronto y pronto también seré desechable y fertilizante para los viveros, eso es lo que toca. No había ningún fin glorioso o memorable en la vida excepto haberme enamorado de una chica en un tren a la que jamás vi de nuevo.  A veces cuando remuevo el café ya no sé distinguir si debería ser de día o de noche, pero murmuro su nombre. Siempre, su nombre.

martes, septiembre 03, 2024

Selene hija de la Luna

Era el 2001 un año que parecía nuevo y prometedor para todos nosotros. Los amigos que recuerdo de aquella época lucían caras lisas y frescas carentes de arrugas, con cabelleras completas, sin ninguna cana asomando a las sienes o a la barba. Eramos muy jovenes pero ni siquiera advertimos cuanto. Yo también lo era, hace veinte años mis piernas eran fuertes y mis carnes firmes, pero yo no me preocupaba mucho por ello, había preocupaciones inmediatas como exámenes que pasar, entrevistas de trabajo o novios nuevos a la vuelta de la esquina. La capital se mostraba prometedora y luminosa, aun a pesar de su bruma constante junto  a la costa y su cielo gris de nueve meses al año. De mi primer verano aquí apenas si recuerdo a mucha gente con la que compartí fiestas o inquietudes, a algunos los volví a ver  por cuestiones de trabajo o estudios y a otros, aun a pesar de la abundancia de las redes y los medios de búsqueda jamás pude volver a encontrarlos. Una de esas personas se llamaba Selene, no Selena como solía corregirnos siempre, ni Celina, sino Selene con S, como la luna sabes? Soy la hija de la luna. Lo había dicho la primera vez que se presentó y no entendí la relación. Hablaba rápido y claro, con un acento que no podía detectar si era del norte o del sur, hablaba de varias cosas a la vez y luego se callaba con ojos extrañados como esperando que su interlocutor le diera una respuesta igual de extensa o enrevesada acerca de cualquier cosa. 

La primera vez que la vi desayunaba a solas en la mesa del comedor común que teníamos en el primer piso. Era una casa pensión para señoritas en un barrio caro, en donde los pisos de arriba no eran de concreto y los marcos de las ventanas eran de madera. A pesar de ello, de esa precariedad de la que ahora me doy cuenta, el ambiente era acogedor y tibio con pisos de imitación madera y decoración frugal estilo sueco que invitaba a permanecer allí por mucho tiempo aunque el cielo afuera pintara gris o casi negro al llegar el invierno. Las habitaciones eran blancas y algunas como las de Selene y la mía, más baratas compartían un diminuto baño en donde había que se ser extremadamente ordenada para no tener altercados posteriores por frascos de champú o ropa interior perdida. Eso me había pasado con la anterior inquilina, pero se había marchado pronto. El dueño decía que era mala pagadora y que esta vez intentaría con alguien mas responsable y con menos los financieros. Fue en esas que había aparecido Selene en la pequeña quinta de tres plantas. Desayunaba tranquila dando la espalda al kitchenette  color verde menta cuando entré a saludar, con la espalda recta y el mentón apoyado en la mano derecha llena de abalorios, ojeaba distraída un gran libro de Feng Shui con ilustraciones coloridas que estaba dispuesto sobre la  larga mesa de madera del comedor común.  


Hola! Cómo te va? Me saludó como si me conociera de toda la vida. En esa ciudad en donde todo el mundo se guardaba sus distancias era raro hallar alguien que de buenas a primeras te tratara con familiaridad. Al instante me dijo que era la nueva inquilina, que compartiríamos baño y que su contrato era por un año así que no tenía por qué preocuparme. No sé a que se refería con eso, pero asentí con una sonrisa. Durante los veinte minutos siguientes mientras yo acomodaba el plato compuesto por atún, papas y brócoli que almorzaría ese día me habló de ella, de sus planes de ser diseñadora o modista y de que le gustaba ese comedor con gruesas columnas porque el feng shui decía que siempre debía apoyar su espalda a una, aunque jamás debía darle la espalda a una puerta, eso jamás. Señalaba esta ultima frase como si el no hacerlo significara alguna maldición futura, así que le prometí que intentaría comer la próxima vez mirando hacia la puerta, lo dije con la boca llena de un bocado de brócoli, pero ella ni siquiera sintió mi pequeña burla.

Los meses que siguieron a su llegada fueron meses de exámenes y pruebas, me las pasaba estudiando y poniendo post it de todo color en las blancas paredes para recordar conceptos que me ayudarían luego en los exámenes. Estudiaba sentada en el piso o en la cama durante todo el día y en la tarde salía a correr hasta el malecón, antes de las clases nocturnas que duraban hasta las once de la noche. Fue allí que me la encontré otro día, aunque de lejos no la reconocí de inmediato, el largo collar que rodeaba su cuello y su alto moño negro no podían corresponder a otra persona. Caminaba lento y distraídamente mirando al mar y al camino pedestre alternadamente. Llevaba sandalias de cuero marrón y pulseras color bronce en ambas manos, su ropa a pesar de que era siempre  de colores sobrios y sin adornos, la solía acompañar de esos collares y pulseras que tintineaban sobre su cuerpo cuando subía las escaleras y abría la puerta de su habitación bien entrada la noche, al regresar de su turno como azafata. Me lo había dicho así de forma elegante, soy azafata, como quien te dice que se va en un vuelo todas las mañanas  a Dubai y no quien atiende mesas azafate en mano en la pastelería del barrio de moda. Así era ella, su forma de decir las cosas. Si me hubiera dicho que recogía basura en las calles o mataba gente por dinero la hubiera mirado con los mismos ojos de admiración y envidia. No llevaba maquillaje alguno, pero el moño alto y los pendientes largos le daban cierta elegancia de cisne a su cuello moreno que no sabría explicar, pero incluso mudándose mucho después de que yo lo hice a ese barrio de gente pudiente, ella siempre aparentaba pertenecer allí más que cualquiera de nosotros. No era guapa, pero su actitud de diosa bien podría haberse considerado de una rara belleza.


Hola! Me dijo y levantó la mano, cuando yo estaba ya muy cerca de ella. Sospechaba que no me había divisado trotando, que tenía algún problema de vista o de distracción patológica que no le permitía ver a las personas a menos que estuvieran a un metro de su cuerpo. No sabía que corrías hasta aquí, agregó. Mi cuerpo algo rollizo a diferencia del largo y grácil de ella, quizá no lo aparentaba pero poco a poco había ido ganando en fuerza y ampliando mi rango de trote cada vez mas y ahora me permitía llegar hasta esa parte del malecón casi sin cansarme. Hacía pausas para caminar y volver a correr, no me apresuraba por tener una carrera continua, ni por seguirle el ritmo a los otros. Las primeras semanas de mi mudanza a la ciudad capital había comido un sandwich con mayonesa en un grifo, que terminó en una diarrea fulminante con deshidratación al día siguiente, sin embargo una semana después, había venido lo mas duro, la debilidad progresiva en las piernas, los muslos, la dificultad para subir escaleras, luego para la marcha y en un momento hasta para respirar profundo. Temí lo peor y consulté a un médico, pero afortunadamente al cabo de quince días todo aminoró y no necesité avisar a mi familia ni nada. Había estado muy asustado, eran mis primeros momentos de fragilidad sola, pero lo había podido resolver sin recurrir a los otros, como toda mi infancia. El hecho de poder levantarme de la cama y echar a andar y luego correr era ya casi un milagro para mí, así se lo conté a ella. 


Es la cosa mas rara que me han contado jamás me dijo, con la mano en la boca. Es que ahora existen tantos pesticidas. -Tantos virus, interrumpí yo. -Tantos pesticidas, siguió ella, el hombre está acabando con el mundo, sabías? Estamos acabando con él con todo lo que hacemos, a veces se me quita el sueño de noche y pienso, que podemos hacer nosotros? Yo por ejemplo que puedo hacer? Y eso me perturba, no puedo volver a dormir. Es un tormento que llevo siempre conmigo…


La escuché un buen rato sin decir palabra, no sabía que a alguien pudiera atormentarle como cambiar el mundo de noche. Sonaba a exageración y dramatismo inútil, pero no podía burlarme, era mi única amiga allí y compartíamos el baño. No podía ser todo lo mala leche que me nacía ser con mis comentarios crueles. A mi por ejemplo solo me atormentaba tener que volver a casa con mis padres o si el nuevo chico con el que estaba saliendo, tenía novia o no. Acabábamos de dormir hace dos noches juntos y me había dejado su pesado reloj de marca cara puesto en la mano como símbolo de que nos veríamos de nuevo este fin de semana. No dejaba de pesar en eso. Lima era una ciudad tan prometedora en ese momento, que brillaba por todos los rincones. El sol empezó a ponerse poco a poco y la gente detuvo la marcha igual que nosotras para admirar el espectáculo de las seis, a veces hasta los niños se callaban un poco. 

Bonito reloj, comentó cuando me vio frotándolo mientras mirábamos el atardecer sentadas en el malecón ya descansando de la caminata. Es por lo de la otra noche, no?,   Y agregó  Los oí gritar muy a gusto toda la madrugada. No hubo espacio para que le dijera algo en contra o me ofendiera. Apenas si le sonreí avergonzada. ¿Es que sabes? Yo a esas horas estoy despierta, se me quita el sueño pensando, nunca he pensando tanto como desde que llegué a esta pensión, han de ser las vigas.

-Las vigas? -dije yo. Si, las vigas de madera en el techo de la casa, no te haz fijado? No se puede dormir bien bajo una casa con vigas ni en una habitación con espejos, eso nunca porque sirven de portales para los malos espíritus. Recuérdalo, siempre.


Y a veces después de veinte años recuerdo esas charlas inocentes de Selene la hija de la luna, profetizando que no duerma en habitaciones con vigas de madera ni  espejos y reparo en la soledad de mi habitación de hotel rodeada por mi reflejo repetido en todos los espejos  y a veces en una imagen caleidoscópica de mi misma desde el techo y me digo, cuantos malos espíritus se han colado en mi vida desde entonces, quitándome el sueño. Veinte años no es nada pero parece todo. Qusiera abrir la puerta del baño y escuchar sus pulseras mientras se desviste, la intimidad de otra persona compartiendo mi mismo espacio. ¿Es eso raro? 


Soy azafata- había dicho Selene. Y yo pensé que se subía a muchos aviones, que vivía en ellos. Me reí para mis adentros  de mi inocencia de hace veinte años y me dispuse a tomar otro vuelo que me llevaría hacia ninguna otra parte.

lunes, septiembre 02, 2024

Marc

No ignoro que uno de los valores que la gente aprecia en mi es la belleza. No tienes porque contener la risa, es así. Si debo hacer una cola o algún tramite en oficinas burocráticas es mas fácil que me atiendan, el ojo humano está mas entregado a dejarse seducir por la belleza. No tiene que ver conmigo solo es un valor que aprovecho para mi

Eran frases de ese tipo las que se me venían a la cabeza cuando pasaba por su embajada y me tocaba recordarlo. Habían pasado algunos años desde nuestra separación pero de vez en cuando surgían en mi cabeza frases suyas que en su momento me habían irritado y ante las cuales me había mordido la lengua para no estallar en carcajadas. Es cierto, era guapo, no lo hubiera podido negar. En las fotos que le tomaba estando dormido o de perfil cuando fingía indiferencia a lo lejos,  podía admirar su perfil perfecto o los labios finos y rojos que no tenían los hombres que yo había conocido hasta entonces. También estaban las cejas espesas y el color de ojos marrón de mirada profunda que me hacía evocar a las hojas secas flotando en pozos de lluvia. Sin embargo por misma no me llegué a dar cuenta que fuera o no guapo hasta dos veranos después de conocernos cuando mi hermana hizo una exclamación al respecto. ¡Pero que lindo es ! Se refería al modo en que yo imitaba sus respuestas crudas de español mezclado con sílabas desdibujadas de lengua extranjera. A mi no me causaba admiración nada de eso, dos años después de conocerlo aun no me impactaba nada en su persona como hombre al que quisiera llevar de la mano como pareja.


Me seguían molestando sus ropas estrafalarias, sus cabellos largos y la barba desordenada. Ese estilo de hippie que detestaba en cualquier hombre por arriba de los treinta. Quizá si lo hubiera conocido a los quince me hubiera impactado, habría querido preguntarle si además de la guitarra tocaba algún instrumento, si tenía tatuajes o piercings como los rockeros que yo admiraba de adolescente, a lo que el hostilmente me hubiera respondido que no, porque su estilo era otro. Soy científico entre los hippies y un hippie entre los científicos, esa había sido su carta de presentación conmigo después de dos horas de hablar de ciencia y burlarnos sobre todas las teorías new age que utilizaba la gente para apartarse de esta cuando no podía entenderla. Su discurso era armónico, de palabras precisas, sin contratiempos. No iba rapidamente a la violencia hostil del apasionamiento de ideas, ni a la condescendencia de explicar lo mil veces explicado, me escuchaba y luego hilaba su parte, me escuchaba y luego avanzaba su parte. Eran las primeras charlas  y entre ambos tejimos muchos temas para futuras conversaciones que nos seguirían tanto por ciudades llenas de museos, como por montañas y ríos. Es fácil hablar contigo, decía, yo no suelo hablar mucho. Para no hablar mucho podía pasarme ciudades enteras oyendo su voz explicándome las causas y consecuencias de algún fenómeno meteorológico o de la naturaleza de las plantas que alía habitaban. Mas que una buena conversadora, yo suelo ser una gran curiosa y aunque las charlas rondaban básicamente sobre los temas que a el le interesaban nunca me parecieron temas vanos o frívolos. Todo lo contrario. El era una incansable fuente de datos que estaba interesado siempre por mi opinión sobre temas de los que yo a veces solo sabía superficialmente.


A veces cuando corro, pienso en sus frases sueltas o en lo bien que la pasamos cuando decidimos viajar juntos. El tiempo hizo que dejara de pensar en ese ultimo periodo en que yo le quise dar otra dimensión a las cosas, en que yo buscaba en él algo mas profundo que los temas de los podcasts sobre ciencia o cambio climático, pero en que el jamás me percibió con una naturaleza distinta a la mujer con la que compartir sus ideales mas recónditos o con la que podía ir de la mano del sexo a una conversación mas compleja, sin consecuencias de por medio. Éramos amigos intimos y como tal quería compartirme a mi, a la mujer del desierto que es lo que hacía y porqué lo hacía. Había viajado cinco continentes, pero volvía una y otra vez a la Amazonía, a ese cielo e infierno que me quería mostrar y del cual yo desconocía todo.


Recuerdo haberlo visto sentado esnifando tabaco al caer la tarde en el portal de nuestra cabaña sin decir palabra alguna y yo de pie junto a el casi sin moverme, con miedo a echarme en la hamaca al lado suyo, con miedo a sentarme en cualquier parte. Horrorizada con la idea de las serpientes y las tarántulas cayendo desde cualquier rincón al que no hubiera prestado atención antes. Frente a nosotros el rio hirviente rugiendo con aguas color chocolate, en medio de la selva, exhalando en sus riberas el vaho caliente que indicaba la prohibición de entrar en sus aguas así estuvieras chorreando de sudor. La selva colorida, la selva temida,  que traía al atardecer  los mil aromas distintos emergiendo desde el lodo húmedo que había dejado la lluvia pasada, a esa hora en que el cielo se tiñe de colores sangrientos y púrpuras y los pájaros y los monos hacen sentir sus voces hasta el frenesí. Lo recuerdo entonces, sus cabellos largos como oscuras lianas, su mirada clara perdida en las copas de los árboles, su cuerpo inmóvil, absorto en la contemplación de la vida. Casi sin respirar y respirándolo todo. Y yo allí como sombra gris, con el cuerpo en tensión, dispuesta en los márgenes de todo aquel verdor salvaje con las botas de hule y la camisa salpicadas de lodo, sintiendo que mi cuerpo era un despojo de olores varios a los que me costaba acostumbrarme. Mis propios olores, mis propios sudores, suplicando en silencio un abrazo que jamás pedí y el jamás me ofreció, cagándome de miedo yo sola, allí parada, bajo la nube de zancudos que intentaban atravesar la oleosa capa de repelente que cubría mis manos y mi cuello. Esperando el momento de la caminata obligada con linternas rumbo a la cena, la caminata de vuelta, la lectura con linterna bajo el mosquitero y luego la intimidad, esa esperada intimidad de cuerpos desnudos que se me había negado en todo el día, luego el silencio. La indiferencia. La tormenta sacudiendo todo, los truenos queriendo partir la tierra, nunca un abrazo, jamás el esperado abrazo.


A veces paso corriendo frente a su embajada y recuerdo gestos suyos, frotar su espalda suavemente la vez que lo sentí llorar. O sentir su pecho abrazándome sin causa alguna en aquel tren en Paris, cuando todo mi equipaje se caía. Recuerdo sus frases irritantes, sus bromas, sus gestos, su ego de otro mundo, pero solo duran segundos. Cualquiera que nos hubiera visto de lejos en esa intimidad que surgía mientras comíamos o caminábamos por la montaña habría apostado por nosotros, habría pensado que éramos pareja las veces que el dormía sobre mis piernas y yo tomaba fotos a la linea marítima y luego a su cara y a sus cabellos cubriendo mis muslos como una cortina de colores castaños. Cuando cenábamos y el comía rápido mientras yo reía, porque casi siempre reía.  No lo amé, no éramos nada, pero he hablado y he sido escuchada por él más que por ningún otro. Hablábamos no porque buscáramos una relación , la familia, los hijos, ni siquiera quedarnos o vivir juntos, éramos dos seres humanos tan distintos y nos la pasamos hablando, caminando, observando cosas. Como no echar de menos esa parte de mi vida en que pensé que otro ser humano valía la pena ser escuchado por completo, ser conocido por completo. No es amor, pero hubiera querido que ese sentimiento sea reciproco, que por una vez el me hubiera dicho que también me echaría de menos, antes de retornar a casa. En anteriores despedidas no había costado nada el decirlo, quizá porque no significaba mucho  pero ahora toda esa reacción... Toda esa oposición a admitir al menos por un rato que me echaría en falta, a echarme en cara que su vida estaba completa y era exitosa y perfecta con miles de planes para el futuro, todo esa hostilidad, todo ese esfuerzo en alejarme,  ni que yo le estuviera pidiendo cambiar su vida por mi. Quedarse atrapado conmigo


A veces paso corriendo por los lugares por donde caminábamos y recuerdo la pelea necia por no haber llevado calzado cómodo sino botas de tacón y la ultima discusión que se extendió por horas como si fuera importante  antes de terminar lo que nunca habíamos empezado ¡ pero si es que nunca habíamos sido nada ! y la cena vegetariana después y las lágrimas en el taxi y la cama vacía. Ese adiós incomodo por la mañana,  con la mochila puesta, decir lo siento, dos abrazos que yo no pedí. A mi ayer ya me habías matado, para que me abrazas, pensaba yo. Y todo ese dolor después que yo no sabía donde meterlo, sus intentos meses después por contactarme, por hacer como si nada. Porque éramos como amigos, hermanos, decía el.

Y ahora no queda nada, excepto frases sueltas que a veces aparecen como ráfagas en mi cabeza cuando corro y me hacen sonreír. 

Eres el hombre mas raro que he conocido jamás - solía decirle riendo. Entonces es que aun no haz conocido muchos hombres, me decía mirándome fijo y eso ya parecía una promesa.


miércoles, agosto 28, 2024

La casa nueva

Al ver la nueva casa enclavada en aquel parque donde trinaban los pájaros le pareció que le hablaban desde dentro de un sueño. Es tu nueva casa, te estaba esperando. El estilo de cornisas inglesas, el pórtico blanco y la carísima puerta de nogal negro con llamador dorado ya habían sentir que valía todos los ceros bancarios que le llevaría pagar esa hipoteca. Llamarla casa era mucho decir, era un departamento grande dentro de un edificio para ricos, de esos pequeños que no superan los cuatro pisos, sin elevador privado porque a la gente bien le gusta subir escaleras de mármol. Afuera criadas con perfectos uniformes blancos paseaban perros de pelajes brillantes y niños que no hacían ruido. Solo el trino de pájaros acompañaba la magia de esa visión de su futuro.


Cuántos años había esperado por un lugar así, jardín perfecto, estacionamiento privado. Veredas limpias sin cacas de perro en las orillas. Silencio. Se había mudado de tantas casas de niño y hacia tantos lugares feos de perfil desordenado  con ladrillos colorados saliendo por los cantos, en donde hubo que acomodar como sea sus pocas pertenencias para que por un momento ese cubículo de paredes estrechas y olores  fétidos pueda llamarse hogar, que ya ni recordaba lo mucho que había esperado vivir en una casa que no tuviera colores chirriantes en las paredes, ni cables panzudos tapando el panorama de las ventanas sin limpiar.


Uno de los motivos para salir de toda aquella precariedad había sido Norma, su primera novia. La que vivía en el barrio de los parques sin rejas, a donde tenía que llegar tomando dos micros y luego caminar derecho por una fila llena de palmeras altas y desangeladas. Se habían gustado por las canciones en inglés y porque el tocaba a la guitarra, la música siempre le había traído suerte a su familia. No tocaba muy bien pero eso no importaba, practicaban juntos, aprendían letras nuevas juntos y de vez en cuando para dejar de masticar en inglés palabras que no entendían del todo, hablaban de algún librito que ella hubiera leído. Norma veía poca televisión, decía que sus padres la habían prohibido en casa porque hacía daño a la memoria, por eso nunca sabía las bromas actuales ni sobre las series o personajes de los que todo el mundo hablaba. El veía poca televisión porque nunca estaba en casa, leía en los largos trayectos en micro para no quedarse dormido. Había inventado mil maneras para evitar ese cubo sin ventanas que era su casa y solo volver cuando estuviera bien entrada la noche. En el día el colegio, en la tarde el fútbol o el inglés que empezó a pagárselo el padrino con la esperanza de que algún día emigrara y se fuera a trabajar con el, pero que luego tuvo que pagárselo solo, haciendo trabajitos escolares o dando clases de matemáticas. Eso no sabía Norma, para ella él solo era el rebelde que los jueves llevaba la guitarra a clases de inglés y que la acompañaba a su casa hablando de los sueños, de fantasmas o de cantantes que ya habían muerto.

El la acompañaba hasta su casa porque allí practicaban las canciones en un cuarto de música que tenía ella en donde había un piano que jamás tocó; al inicio ella lo había invitado para que viera ese piano porque el le había inventado que tocaba de oído cualquier cosa que le pusieran delante, pero al llegar apenas si hablaron de eso, hablaron hasta que no hubo mas temas en el mundo para hablar y sin embargo al siguiente jueves, como dos adolescentes hicieron el mismo camino y tuvieron mas cosas que decirse.

La casa de Norma era limpia y de pisos que siempre olían a cera. La puerta pesada y brillante, sus muebles mullidos y cómodos. A diferencia de las casas en donde el se había mudado una y otra vez que costaban de una sola pieza central y una o dos habitaciones de dormir para todos,  en la casa de Norma existía una habitación para cada cosa que se les ocurriera hacer en la vida, una para recibir a las visitas, una para comer, otra para ver televisión ( que jamás veían ) una para cocinar y otra incluso para oír musica que era a donde Norma lo llevaba siempre, allí habían discos hasta el techo y un tornamesa que ninguno de los dos sabía bien como encender sin hacer chirriar. Reían entonces, con el miedo de estar entrando a un mundo secreto que sabían que podían echar a perder. Norma hablaba y reía siempre, con ella no le daba miedo hablar de varias cosas, aunque se guardaba las de casa, esa miserias con las que inconscientemente sabía que la mente de Norma jamás podía lidiar en esa casa de esquinas y márgenes pulcros y perfectos.

En el cuarto de música casi se habían besado y ahí los había descubierto la sirvienta, desde entonces ya no había podido entrar a su casa, pero la acompañaba hasta los parques vecinos, no es necesario le decía ella, pero ese trinar de pájaros le daba la calma que en los barrios que el frecuentaba ni siquiera existía. Nunca habían llegado a ser enamorados.  Algunas veces en sus sueños de adulto, en las noches donde el sueño era más pesado, por los reveses del día, volvía a ese momento de las caminatas bajo los almendros y a querer rozar su mano blanca con la suya callosa. Norma no lo miraba pero aceptaba su cortejar, risueña, con esa sonrisa cándida de las clases de inglés a los once años. Luego se besaban y ya no había preguntas, solo ese ardor que emanaba desde el centro del cuerpo, esas ganas de que Norma lo invitara de nuevo al cuarto de música y sobre el piso encerado terminaran con menos civilidad lo que tan mansamente habían comenzado. 


A medida que fue creciendo habían existido muchas mas Normas, otras que vivían mas cerca a casa. Otras con las que no habló tanto o no tuvo que hablar tanto antes de poder tocarles un seno o llevarlas a su cama. Camas sin sábanas que olían a frazadas guardadas y a ropa interior deslizándose fuera. Había cambiado de casa de nuevo, pegar posters en las paredes para que no se vean los huecos o las manchas de manos de grasa de otros inquilinos. Reemplazar clavos en la pared para colgar las ropas usadas y evitar plancharlas a menudo. Compró dos camisas nuevas, porque lo de profesor de matemática lo había cambiado por profesor de inglés con clases a domicilio para chicos de escuela secundaria. Iba pulcro, corte militar, sin colonia, sin reloj que le pudieran robar. Florecían las conversaciones sobre cómo hacer dinero fácil con sus amigos, sobre cómo ganar dinero rápido. Novias bonitas que parecían una fuente inagotable de deudas y caprichos varios, que lo vieron como una billetera andante por dos o tres meses, que era lo que le duraba despertar y darse cuenta que no se podía seguir hablando de nada con ellas. Unas mas ambiciosas que otras, sin ambición alguna por cambiar de vida, de barrio, de conversación vacua. Hablaban de hijos, de tener familia algún día. ¿Qué sería de Norma la primera chiquilla con la que había pasado las tardes viajando en micro por la ciudad. Ella también estaría desmantelando la economía de alguien con caprichos de niña rica? A ella también después de un par de meses cogiendo le vendrían esas ganas imperiosas de hablar de hijos y de futuro juntos como el orden natural de las cosas?


La última casa a la que se mudó ya no fue con la familia, ni en un barrio marginal, sino un sencillo cuarto de un barrio moderno a donde solo llevó un cajón de libros y una mochila de ropa. Entre tantas mudanzas ya había aprendido que era adecuado llevar y no llevar cada vez que se iba. La nueva habitación era limpia, de paredes color gris y baño compartido. En la noche las paredes dejaban oír los gemidos y peleas de todos los otros, pero al menos tenía una cama propia. Una cama con un cobertor propio, que importante era eso. En el piso de abajo había una cocina que compartían varios, no fue difícil mantenerla aseada, pero rehuyó cualquier contacto con los otros inquilinos además de un seco buenas noches. Seguía manteniendo su costumbre de usar el hogar solo como casa habitación y llegar a la medianoche, para salir antes de las 6 am. Los domingos, perderse a caminar por algún parque o bajar a la playa a ver el ritmo de las mareas y seguir con mirada tonta el equilibrio de los surfistas. Se mudó de allí cuando los ratones se apoderaron de su habitación y sus cosas, había aguantado el ruido de uno o quizá dos por las noches, pero la vez que mientras hacia el amor con la novia de turno, saltaron tres entre la ropa y las cajas de galletas y bolsas de papas fritas que guardaba como tesoros. Supo que no podía seguir ignorándolos. Los gritos desaforados de ella, la linterna prendida en búsqueda de los invasores, todo ese caos de ropa cayendo y zapatos volando, el ruido del papel tapiz que se rompía, le evocó un poco a casa. Parecía siempre correr de allí pero incluso en ese barrio bonito la miseria de su infancia de alguna u otra forma lo alcanzaba.


Ahora años después de privaciones y sacrificios que solo conocían su estómago y la planta de sus zapatos, estaba allí frente a esa casa perfecta, con su futuro departamento de medio balcón y cochera privada mirándolo justo a los ojos. Tres habitaciones. Vista al parque, portero eléctrico. Sin áreas comunes, que eso es para la gente pobre. Se preguntó con qué llenaría esas tres habitaciones, si ese departamento no sería la delicia de las chicas con las que había andado en su edad temprana, siempre a la búsqueda de formar una familia o hijos bonitos. Quisiera tener uno con tus ojos, le había dicho alguna. Y el se había preguntado ¿qué ojos? Que le podían importar sus ojos, si ellas no sabía lo que miraban, ni lo que habían visto. Mas allá de la flaquísima Norma nadie más le había vuelto a preguntar nunca qué quería o qué sentía, ni en inglés ni en ningún otro idioma. El quería una casa blanca como la suya, que no se moviera nunca, le había contestado  una vez y Norma se había echado a reír como se ríen las niñas sin preocupaciones de ninguna especie, mientras caía el sol de las cinco de la tarde en ese autobús que los llevaba a su casa.

martes, agosto 27, 2024

Día de limpieza

La habitación seguía teniendo el olor pesado y mohoso de los primeros tiempos. Una fetidez húmeda que por mas que se abocara con escobas y cubos de limpieza jamás podía erradicar del todo. Estaba en sus ropas, en sus zapatos y en sus sábanas. Quizá la notaran cuando venían de afuera, notaran ese olor dulzón de soledad que despedían su cuerpo y sus ropas cuando se acercaba a saludar y decir su nombre. 

Ahora con el trapo de limpieza en mano , la pañoleta de colores en el cabello desordenado y los guantes de hule amarillo, se ponía a la labor de limpiar las grasosas huellas dactilares que habían quedado en ese espejo grande. Cuantas imágenes suyas había tragado en silencio ese espejo. Le resultaba insolente tenerlo aun allí como mudo testigo de las conquistas amorosas y de las conversaciones incómodas que se hubieran dado en ese pequeño espacio.


Me amas?- había preguntado el muchacho al terminar la batalla amorosa y ella en toda su torpe honestidad le había respondido mirando al techo que “ Podría llegar a amarlo” Lo siguiente había sido un silencio incómodo en medio de sábanas rasposas que olían a detergente barato.  El le había dado la espalda que le recordó el espinazo de un perro abandonado y  ella se durmió sin culpas. Ya habían pasado muchos años de ese episodio pero seguía haciéndole gracia. En su cabeza acababa de decirle un halago, la promesa de un futuro brillante, apenas se conocían pero el tenía el potencial para ser amado por ella. ¿Qué mas podía desear, si era apena su segunda noche juntos? Tardaron dos citas mas en romper del todo. Recordaba sus manos golpeando el timón del auto cuando ella dudó en hacia donde ir.  Su voz de rabia contenida. Su escasa paciencia.

A menudo se preguntaba que instaba a los hombres adultos a hacer esas preguntas de niños en medio del amor. Que los instaba a hacer berrinches violentos cuando querían terminar algo.


Ella había amado, profundamente en sus primeros años. Le habían roto el corazón en trocitos que no podía ni siquiera recolectar con las manos. Sabía un poco de que se trataba el amor, las largas distancias, los intrincados sacrificios, el día a día difícil y las promesas rotas. La enfermedad y el azar poniendo a prueba los mas apasionados juramentos de estar juntos para siempre. El miedo por si mismo. El miedo que paraliza y hace que alejes a todos de tu lado incluso al ser amado. En el amor estaban los días soleados de los primeros encuentros pero también las tres estaciones enteras de nubes y lluvia que llevaban el que dos personas se conocieran y finalmente se aceptaran. ¿Qué sabía de todo eso aquel imberbe muchacho? Tan ingenuo al inicio, tan irascible luego. Recordaba esos hechos ahora como si fueran vividos por otra persona, fregaba con insistencia los pisos, revisaba las repisas y los bordes de las ventanas, su insistencia en lo impecable, rayaba una vez a la semana en lo obsesivo. Limpiaba la casa y en cada pequeño rincón hallaba el recuerdo de alguien, una frase salpicada de amarga ironía. Amores que no habían acabado bien. Épocas enteras sin asomo de amor, ni siquiera de amor propio.

Si las paredes pudieran hablar y gemir sus penas con ella.

Sus labios se habían sellado para decir un breve te amo, se lo habían dicho en otros idiomas y pensó entonces que carecía de valor. No en todos los idiomas el amor vale lo que para ella valía. A veces solo lo decían en lugar de decir te quiero, o me gustas, o por poner en relieve una emoción fuerte en medio del sexo. El amor tal como ella podría admitírtelo saliendo de su boca cumplía otro tipo de expectativas, esa frase solo era fruto del conocimiento profundo de la persona que deseaba. Ella ya había madurado, o eso se decía. 


Por eso le resultó extraño que con con solo un par de citas, solo unas semanas de conversaciones y risas el le preguntara abiertamente si en algún momento de aquel verano ella lo había llegado a amar y ella sin dudas, sin ningún miedo, le hubiera contestado que si. Que lo amó y que lo amaba. 

Al terminar de decir la frase sabía que se estaba disparando a los pies, que esas cosas no se dicen, que ya somos adultos, para decir niñadas, pero no podía perder nada. Dignidad dicen que se pierde, ella no lo sintió así, si esa frase le quemaba en el pecho desde la primera vez que hablaron, lo había constatado la en el primer beso y habría jurado que era verdad las pocas veces que hicieron el amor. Allí estaban esas huellas en el espejo, las sábanas manchadas, los cuadros movidos de lugar. Esa casa entera se había llenado de el apenas había rozado su vida, tal como su cuerpo y cada uno de sus poros. Ya no tenía quince ni veinte, pero estaba actuando con la misma ingenuidad de aquel chico que buscaba te amos en medio de una relación fugaz de verano.


Habría que limpiar ahora toda la casa, hervir la ropa de dormir como si allí hubiera pernoctado un enfermo, alguien que te puede contagiar con su sola presencia toda esa locura de sentimientos y obsesiones. Habría que limpiar a fondo las ventanas para volver a ver el mundo de afuera y fijarse si era de noche o de día o si ya cambiaron las estaciones en el mundo después de su partida. Y habría que cambiar todas las flores marchitas, los cacharros sin lavar, las miles de tazas de tés calmantes que tomó  para calmar los nervios cuando supo que el no había sentido lo mismo. Que como los adultos dicen, los viejos dicen, había sido solo una equivocación. Ella quizá había sido solo un error de cálculo.


Se abocó a limpiar, a limpiar a fondo, dándose cuenta que jamás terminaría. Y vio la cama y pensó en prenderla como pira de sacrificio y en aquel sillón que le gustaba tanto y que ya tendría manchas de el y de ella, un sillón que nadie aceptaría ni de regalo, porque probablemente estaría hechizado, como lo estuvo ella. Por unas breves semanas, en que decir Te amo, pareció la cosa mas cierta y natural del mundo. 


lunes, agosto 26, 2024

El Chico Dorado

No te equivoques, yo en algún momento también me imagino con hijos. No ahora, pero ser padre de alguien no es una idea que me desilusione. Su voz le venía desde el recuerdo cada vez que atravesaba ese bosque de eucaliptos de camino a casa, a menudo había relacionado ese camino con él de alguna forma en que su mente no hallaba la lógica. Por momentos quizá hasta se lo imaginó saliendo a pasear con el perro sin reconocerla ni saludarla, envuelta en aquel abrigo pardo barato que usaba para los días de viento en otoño. 

Habían hablado tanto, durante un tiempo habían jugado a ser amigos confidentes y luego en un rápido cambio del destino a probar lo de ser amantes. No les había ido nada mal, pero sucedió pocas veces, fueron mas noches las que se pasaron hablando, de libros o de cualquier cosa de la infancia que el quisiera mostrarle para que le hiciera un diagnostico rápido, un nanay sin palabras, como los niños que intentan ávidamente mostrar heridas superadas a su nuevo adulto de confianza. Nunca hablaron de temas que pudieran ponerlos en lados opuestos de opinión, quizá porque eran demasiado conscientes que sus orígenes distaban mucho de ser los mismos.

A medida que caminaba ahora pateando las hojas secas y contemplando aquellos troncos descascarados, vio cuan imposible había resultado esa amistad y sin embargo cuan estrecha se había hecho. Entonces ella no exigió nada. Porque no merecía nada, así lo veía. El tipo le mostraba las fotos de la infancia junto a la cancha de tenis y la piscina, los rizos rubios, la primera clase de nado. Nunca le pidió nada sobre ella, nunca indagó mas de lo que ella quisiera contarle, tampoco preguntó sobre sus padres o hermanos. Ella podría seguir siendo una perfecta anónima y eso les daba derecho a contarse todo, quizá tampoco buscaba verla a excepción de la primera foto en que aparecía envuelta desde los hombros en en un pareo colorido sentada en aquella playa, no hubo necesidad de mostrarle mas. Eres un espíritu libre, quizá le hubiera comentado. De esa amistad no había esperado nada, porque era el tiempo en que no esperaba mucho de la gente.


Un café, una salida por la ciudad. El tipo había escudriñado su cocina con grandes ojos verdes la primera vez que entró a su departamento con la curiosidad de aquel que ignora como viven realmente los pobres. Como se lava el frasco de café para que dure para el ultimo desayuno o como se cuenta la fruta para que dure hasta el viernes. Caminaba ahora por allí en medio de ese bosque que separaba las casas de clase media de las grandes mansiones y se preguntaba si el aun seguiría viviendo en una de esas. Los zapatos de piel, la ropa cómoda como si hubiera sido diseñada para ser usada para personas con su figura y altura. Esa comodidad de vivir en su pellejo como si el mundo fuera solo un juego de piezas que podía acomodar a su antojo. ¿De qué sufría esa gente? ¿De falta de amor? Su timidez era legendaria y por eso tal vez era más cómodo hablar de libros en común y anécdotas intimas con él.  Sin embargo por mucho que le contara sobre si mismo o de sus años de infancia, jamás se sintió unida a el en forma alguna. Sabía de su sensibilidad, de sus muchos miedos, de alguna que otra inseguridad que gatilló en el pasado conductas que ahora exhibía tan orondo frente a ella, pero no. Jamás sentiría que en algún universo lejano su infancia y la suya se pudieran haber juntado. Ella guardaba su distancia. A pesar del sexo, le bromeaba el. Si a pesar del sexo.



A veces cuando se debió enfrentar a otros hombres después de ese encuentro físico se veía a si misma pidiendo tan poco. Había estado con aquel que tenía el derecho de rechazar si quería. Ese que había sido criado en el mundo mágico en donde el dinero jamás falta. El tipo con el apellido que ponía nombre a las calles mas bonitas de la ciudad. Todos los demás hombres eran copias burdas y opacas en un mundo demasiado ancho y ajeno. ¿Qué podía temer con toda esa gente gris, mas que un poco de olvido? Sus nombres también eran olvidables, como el suyo mismo entre los miles de anónimos de una planilla de pago. Sus opiniones eran cegadas por la venganza de los conflictos domésticos, quien le hizo a quien qué, quien opinó tal cosa de que otra cosa. Todo era vano. Lo que pasaba en la televisión y los medios eran el norte de cada día. Ellos como ella, vivían en el margen de ese mundo que decidía las cosas, como se vestiría la gente al día siguiente o cuanto subiría el dólar. ¿De qué podían discutir todos ellos son su vida ordinaria, excepto de una vulgar sobrevivencia? De hacer escaramuzas de éxito o suprema vanalidad para llegar al parnaso, a ese circo que era la vida pública, en la que tu nombre cobra una fugaz importancia entre la página de policiales y la de escándalos diarios.


Fue allí que encontró su nombre la siguiente vez que supo de el. No esperaba que aquel hombre de miles de anécdotas de infancia y maneras resueltas para exigirle directo algo que en verdad deseara, se hubiera casado con la actriz porno del momento. Su chico de cabellos dorados ¿No era el anonimato su mayor poder y su lejanía de la prensa su mayor conquista? Ahora su nombre estaba en las primeras planas de diarios con titulares coloridos. Promocionaban una página porno y la curiosidad la había llevado a comprobar que si, que era él. Sin ocultar ni el cuerpo ni la cara. Pero ¡qué ridículo estaba haciendo! ¿Acaso no era esa actividad chabacana lo opuesto a todas sus creencias?¿ Al mas profundo de sus miedos y restricciones morales? Quizá lo estuviera haciendo por una venganza a sus padres, por una burla a la sociedad pacata que en el fondo tanto detestaba. Eran las antípodas del hombre que ella había conocido. Un hombre enamorado. 


Vamos se decía airada ella, ¡pero si conmigo jamás se había tomado ni un café en público! Es que tampoco se lo había pedido, pareció susurrarle de inmediato alguien desde el fondo de su cabeza. Así como no había pedido nada a nadie en los años que siguieron, porque no lo merecía o no lo quería, lapidándose con frases del tipo, cuesta mucho esfuerzo, mejor para otra vida, para un mejor momento. Que difícil sería todo.


Cuando el nuevo hombre le había hablado de tener hijos y dejarla preñada ella había huido despavorida ¿cómo iba a explicarle en medio del café con leche y las magdalenas que no tenía ningún deseo de tenerlos? Que tendría que hacer mucha terapia para eso y que eso llevaría años, años de vida que no quería perderse. Por eso había recordado aquella charla con el, en medio de esas noches en que insomnes se la pasaron contándose todo tipo de secretos e inseguridades. El hasta entonces tan liberal y abierto en el sexo ( vaya que había sido coherente en su vida ) siempre la había apoyado, pero llegado al tema de los hijos, había reaccionado así. -A mi lo de tener niños no me desilusiona- le había soltado, y en ese momento ella se había dado cuenta que hablaba apenas con un chico seis años menor que ella, que por mucho matrimonio y divorcio que cargara estaba en la flor de su existencia, de los sueños familiares, de querer reproducirse  a pesar de todos los traumas de infancia esa misma infancia de canchas de tenis para otro niño como el, con melena dorada y futuro  promisorio. Su realidad en cambio era otra, ella bordeando los cuarenta, con ese trabajo odiado y tercamente abrazado, su vida de asalariada que llega al mes marcando cifras en rojo, su visión gris de futuro incierto. ¿A qué hijo, relación o futuro podía aspirar ella? Llevaba siglos viendo todo el panorama negro hasta que alguien como el chico dorado llegó a su paradero y comenzaron a fumar hierba juntos.  Era eso. Y ahora cuando pasaba por el bosque de eucaliptos, recordaba aquellas conversaciones en que fueron cómplices, los libros de Camus, las fotos de arquitectura barroca y las ciudades que aun no conocía, que nunca conocería, naciendo de su boca como la promesa de lo que existe mas allá de las murallas de esa pobreza que le había atenazado tantos años la garganta. Se había acercado un poquito a algo, pero no había pedido nada. Porque no merecía nada, ni el café tomado en público como se decía ahora con una sonrisa triste.


Podía quejarse toda la vida de los hombres que habían llegado después pero la verdad es que nunca tuvieron oportunidad, ella jamás les dio nada. No se abrió como con el, porque ellos no eran anónimos, ni amigos.  Ser un proyecto de cita les daba ese extraño peso del que carecían las charlas frescas y honestas con el chico dorado e imposible. Pasadas dos o tres citas sabía que esos hombres comunes y corrientes, la juzgarían y la clasificarían entre las no deseables por sus ideas demasiado ilusorias sobre la vida o por no tener un plan definido para el éxito. 

Ella caminaba con ese abrigo pardo como si fuera el capullo de hibernación de donde nadie jamás la sacaría. ¿Para que abrirse a los otros, perder el anonimato, arrojarse a la entrega del amor apasionado? Eran pocos los casos de amor, de pasión en que la gente dejaba la repisa segura de sus planes y ambiciones para lanzarse a la conquista de aquel abismo que puede significar la existencia errática de otra persona. Sus miedos, sus contradicciones, su rabia. Así como ella no deseaba arrojarse a la locura angustiosa de la maternidad, había parejas que no deseaban arrojarse a ese mar turbulento que podía ser el conocimiento continuo de otra persona.  Solo una cita, dos, para qué mas. Y ella tampoco pedía demasiado ¿Que podía ofrecerles? Ambicionaba ese tipo de amor utópico que era la amistad envuelta en llamas, quizá el chico dorado y la  actriz porno lo hubieran encontrado, sin hablar de Camus, sin hablar de nada intelectual ni elaborado. Así era la química del amor, quizá no debía culparse por pedir o exigir nada a nadie. 

El objeto amado se nos entrega sin ser solicitado. Esa frase resonó en su cabeza como las hojas de otoño bajo sus pies al seguir su camino, docenas de eucaliptos perdían la piel ese otoño, ella también sintió que perdía algo de ella. Quizá la inocencia de haber vivido esperando que le den algo que deseaba mucho pero de lo que jamás se creyó merecer suficiente.

La Cita

  Su voz es del color del sol, se ha acercado  con paso seguro  sin prisa a la mesa donde sorbo un te del que apenas detecto que es de frut...