- ¿Dónde lo conociste?- preguntó, cuando ya estaban en la autopista rumbo a casa
- A la salida del Hyatt
- ¿Te hospedaste en el Hyatt?- le dijo él con algo de asombro. Ella no respondió y prefirió apoyar la cabeza contra el cristal del auto y ver la hilera de postes de alumbrado público que iban apagando sus luces poco a poco, al despuntar la mañana.
La noche que conoció a Mariano era tan oscura, que ella hacía maniobras para que las luces de la ciudad se vean en las fotos igual de espectaculares que como ella las observaba ahora. De esa noche solo recordaría la oscuridad reinante, las luces del Hyatt a lo lejos, el reggae de los músicos callejeros que llegaba a los oídos como una triste fanfarria y su mirada oscura de negras pupilas iluminándolo todo.
Cuando en medio de la calle el flash de la cámara iluminó a los transeúntes, ella se pudo dar cuenta que él a sus espaldas la seguía mirando con la insistencia de los viejos conocidos. ¿Qué hora es? La abordó él con una voz suave y calmada. Ella dudó un poco antes de responder, miró el reloj, calculó la diferencia horaria, levantó la cabeza y le dijo “son las 9. 30”. El agradeció y se quedó sentado mirándola sin pestañear.
No supo nunca porque regresó, tal vez fuera algo más fuerte que ella. Tal vez en un tono cursi, podría hasta afirmar que fue el destino. ¿Quién sabe? Pero la noche que ella conoció a Mariano Alberti, el mundo acomodó sus fichas de tal modo que ya no se volverían a separar los días siguientes a ese encuentro.
Mariano vestía de blanco esa noche, como un ángel luminoso; sin embargo su mirada era oscura y penetrante como dos proyectiles en sus cuencas esperando la caída de su próxima víctima. Ahora en el auto de regreso a casa, lo único que ella podía recordar de esa noche era la luminosidad de su atuendo blanco en medio de la oscuridad y ese par de ojos oscuros mirándola por debajo de la ropa.
-¿Pero te quedaste en el Hyatt o no? – volvió a interrumpirla
- Si, pero solo un día.
- ¿Y el resto de días? ¿Dónde estuviste?
- Por ahí…
Ella respondió con desdén y fingió dormir hasta llegar a casa. Ahora se daba cuenta que a miles de kilómetros algo de ella se había quedado en esas calles, parques y bosques, de ruta a ninguna parte.
- Tienes suerte de estar viva, no sé que le habría respondido a tus padres si no volvías. ¿Te das cuenta en el peligro que has estado, Laura?
La verdad no me daba cuenta. Ahora cada escena de la travesía juntos se descomponía de los brillos y sombras que protegen los recuerdos. Recordaba las siestas en los parques, las fotos en medio del tráfico. Ir a sus espaldas cuando los pies no me daban. La noche fría, las riñas de nada y las bromas tontas. El último tramo del camino se desvanecía en mi memoria y de él solo recordaba su voz, retándome a levantarme. “Vamos Morocha, vos podés, seguí caminando”, pero yo ya no podía.
Y el bosque oscuro de las 6 de la tarde, sin saber por donde habíamos entrado ni por donde saldríamos. Con esa urgencia de hacer el amor en alguna parte, de comernos, modernos y morir en el intento si fuera preciso. De descansar de los ojos de los otros y entrar cada uno a chapotear en las pupilas del otro. Esa pasión que nos unía como a dos locos desde el inicio del viaje. ¿A dónde vamos, Mariano? Al centro del mundo, amor.
- A la salida del Hyatt
- ¿Te hospedaste en el Hyatt?- le dijo él con algo de asombro. Ella no respondió y prefirió apoyar la cabeza contra el cristal del auto y ver la hilera de postes de alumbrado público que iban apagando sus luces poco a poco, al despuntar la mañana.
La noche que conoció a Mariano era tan oscura, que ella hacía maniobras para que las luces de la ciudad se vean en las fotos igual de espectaculares que como ella las observaba ahora. De esa noche solo recordaría la oscuridad reinante, las luces del Hyatt a lo lejos, el reggae de los músicos callejeros que llegaba a los oídos como una triste fanfarria y su mirada oscura de negras pupilas iluminándolo todo.
Cuando en medio de la calle el flash de la cámara iluminó a los transeúntes, ella se pudo dar cuenta que él a sus espaldas la seguía mirando con la insistencia de los viejos conocidos. ¿Qué hora es? La abordó él con una voz suave y calmada. Ella dudó un poco antes de responder, miró el reloj, calculó la diferencia horaria, levantó la cabeza y le dijo “son las 9. 30”. El agradeció y se quedó sentado mirándola sin pestañear.
No supo nunca porque regresó, tal vez fuera algo más fuerte que ella. Tal vez en un tono cursi, podría hasta afirmar que fue el destino. ¿Quién sabe? Pero la noche que ella conoció a Mariano Alberti, el mundo acomodó sus fichas de tal modo que ya no se volverían a separar los días siguientes a ese encuentro.
Mariano vestía de blanco esa noche, como un ángel luminoso; sin embargo su mirada era oscura y penetrante como dos proyectiles en sus cuencas esperando la caída de su próxima víctima. Ahora en el auto de regreso a casa, lo único que ella podía recordar de esa noche era la luminosidad de su atuendo blanco en medio de la oscuridad y ese par de ojos oscuros mirándola por debajo de la ropa.
-¿Pero te quedaste en el Hyatt o no? – volvió a interrumpirla
- Si, pero solo un día.
- ¿Y el resto de días? ¿Dónde estuviste?
- Por ahí…
Ella respondió con desdén y fingió dormir hasta llegar a casa. Ahora se daba cuenta que a miles de kilómetros algo de ella se había quedado en esas calles, parques y bosques, de ruta a ninguna parte.
- Tienes suerte de estar viva, no sé que le habría respondido a tus padres si no volvías. ¿Te das cuenta en el peligro que has estado, Laura?
La verdad no me daba cuenta. Ahora cada escena de la travesía juntos se descomponía de los brillos y sombras que protegen los recuerdos. Recordaba las siestas en los parques, las fotos en medio del tráfico. Ir a sus espaldas cuando los pies no me daban. La noche fría, las riñas de nada y las bromas tontas. El último tramo del camino se desvanecía en mi memoria y de él solo recordaba su voz, retándome a levantarme. “Vamos Morocha, vos podés, seguí caminando”, pero yo ya no podía.
Y el bosque oscuro de las 6 de la tarde, sin saber por donde habíamos entrado ni por donde saldríamos. Con esa urgencia de hacer el amor en alguna parte, de comernos, modernos y morir en el intento si fuera preciso. De descansar de los ojos de los otros y entrar cada uno a chapotear en las pupilas del otro. Esa pasión que nos unía como a dos locos desde el inicio del viaje. ¿A dónde vamos, Mariano? Al centro del mundo, amor.
Y él se adelanta hasta un arroyo con la mochila a cuestas y su caminar de gigante, dejándome atrás dando los saltos pequeños por sobre los troncos caídos y las flores silvestres. Viendo como el sol se filtra menos por la espesura del bosque.
- ¿No irás a descuartizarme, verdad, Mariano?- trato de bromear cuando me doy cuenta que ya estamos lejos de todo y no tengo la menor idea de cómo salir de allí.
Él voltea con ojos chispeantes y me sonríe divertido, pero sigue caminando sin detenerse hasta un claro de bosque.
- Eres demasiado confiada Laura- me dice cuando bajamos del auto. Pero parece que alguien allá arriba te protege.
- Si, respondo con una sonrisa fingida. Acabamos de llegar a Santiago y el frío me congela los huesos. Ha sido un viaje demasiado largo, en algun lugar de mis sueños y pesadillas queda el bosque, Mariano y el viaje a pie.
Quisiera salir corriendo, volver al bosque, seguir caminando. En esta ciudad no tengo nada que me haga sentir pasión, valor ni miedo. Hay un vacío dentro mío y bajo la ducha caliente no aguanto más y me derrumbo a llorar unos minutos por el hombre, que me acaba de devolver a la orilla del mundo real a la que no me interesaba volver.
- Dime que nos quedaremos juntos- resuena en mi cabeza- Que no te irás, Lau. Que te quedarás un poco más. Y yo me quedo callada mirando ese lunar negro en su iris izquierdo y no se me ocurre mentirle. ¡Maldita sea! No se me ocurrió mentirle.
1 comentario:
Gracias por compartir estos 5 capítulos que por cierto me gustaron mucho Laura, saludos.
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