No sé como empezó mi fanatismo por diseñar vestidos de muñeca. Mis hermanas creen que fue a raíz de tener esa muñeca larguirucha llamada Barbie, a la que le quedaba bien cualquier cosa. Pero yo sigo creyendo que fue desde antes, cuando antes de aprender a dibujar bien ya pintaba vestidos de colores, sombreros y botas. Mis dibujos entonces serían niñas cuadradas con caras de mejillas rosadas y boca roja. Todo el gusto de pintar así, era combinar los colores en el atuendo e imaginar que alguien podría llegar a vestir en la vida real, lo que yo solo imaginaba.
Fue ese el tiempo en que mis padres pensaron que yo sería diseñadora. Al verme cargar para todo lado, mi colección de muñecas y sus vestiditos cosidos a mano, en una maleta roja especial para el caso. Poco a poco los vestidos y accesorios fueron aumentando hasta que la maleta ya no fue suficiente, de pronto, necesité una caja. Una enorme caja de la que debía elegir los atuendos que usarían las muñecas según cada salida.
Vivía tan intensamente en e ese mundo de muñecas, que no escatimaba recursos para hacer todo mas vívido, mas real. Recuerdo que mi madre tenia que ir por las casas de las costureras pidiendo retazos de telas vistosas, para que su hija menor pudiera seguir cosiendo. Las tías sonreían sorprendidas y me regalaban botones pequeños, cierres diminutos, broches, grecas, telas doradas y todo lo que hiciera falta para continuar en mi fantasía de diseñar vestidos de muñeca.
Era la Lauricienta de mi grupo de amigas. Algunas me pedían por favor que cosiera vestidos para sus muñecas, otras eran mas avezadas y me ofrecían dinero, chocolates, etc. Yo solo aceptaba el pago en tela. Les hacia un vestido simplón y me quedaba con el resto de la tela para hacerle un vestido vistoso a mi muñeca, con vuelos, encajes, aplicaciones. Y le agregaba algún sombrero bordado, un par de guantes largos.
Ahora se que vestía a mis virginales muñecas como a hadas de cuento o como cortesanas sin reino. Siempre tan acicaladas, tan perfectamente vestidas como a lo mejor soñaba estar yo cuando creciera. Por supuesto también llegaba a diseñar mi ropa, pero las costureras eran tan tontas que lo hacían todo mal. Solo mi madre sabía exactamente como esperaba que salga el vestido, la blusa o los pantalones cortos, que luego mis amigas preguntaban con curiosidad donde lo había comprado.
Jamás aprendí a coser a máquina. Igual que con la escritura, me sentía mas a gusto con lo que hicieran directamente mis manos, que aquello en lo que interviniera una máquina. Y un día sin pensarlo. Dejé de coser. De diseñar. De creer en los universos de muñecas. Creo que un día simplemente crecí.
Había dejado de coleccionar cosas pequeñas para mi enorme casa de muñecas y había dejado de creer en los diálogos que inventaba para darle vida a mis viejas Barbies. Un día mi cajón de 150 vestidos de Barbie, aparte de zapatos y accesorios, comenzó a mermar. Y lo peor, a mi no me importó. Todo despareció. A veces encontraba en el patio, uno que otro vestido tirado y pisoteado. Mi padre los levantaba y decidía guardarlos. Para cuando tuviera que demostrarles a mis nietos, que un día fui niña y creí en todo eso inanimado en lo que dejamos de creer cuando nos creemos adultos. Que un día tuviera que demostrar que yo soñé y crecí como cualquier mujer.
Pero mi padre, ni mi madre pudieron guardarlos todos. Yo me dejé de ocupar de eso, que en secundaria lo miras como boberías. Dejé que mi casa de muñecas se destruyera, se esparciera entre los trastos del patio. No quise mirar atrás. En la adolescencia me dolían cosas mas intensas que las tragedias de muñecas rotas o de vestidos perdidos. Para la adolescencia me dolía saber que crecí y no llegué a convertirme en la muñeca perfecta en que recreas tu futuro cuando solo eres una niña de 8 años.
Nunca aprendí a usar dedales. A coser a máquina, a diseñar en serio. No llegué a guardar mis muñecas que fueron regaladas a las hijas de las empleadas. Ni a conservar esos vestidos que cosí con tanto afán perdiendo los ojos en lograr el doblez perfecto, el punto invisible, el encaje adecuado. Creo que simplemente no aprendí a proteger esa ingenuidad con la que uno espera y cree durante la infancia que se convertirá en alguien mejor de lo que ve en el espejo. Dejé que todo eso se perdiera, porque deseaba ya no tener como íconos los rostros de muñecas vacías. Quería ser yo. Hallarme. Olvidar los sueños de muñeca. Olvidarme de mí.
Olvidar, olvidar, como si hiciera falta eso para poder crecer. Como si para vivir como mujer real debieras olvidar que un día soñaste como niña inocente.